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Letal exuberancia

Exuberancia ha sido tradicionalmente un vocablo traicionero con la ortografía, propicios como somos a intercalar una «h» antes de la «u». Etimológicamente no tiene sentido esa agregación, pues su significado estricto es que sale de la ubre, por lo fecundo o fértil que arropa esa indicación. Acaso, inconscientemente, esa hache que ha descabalgado tantos dictados es coherente con dicha abundancia.

América es exuberante. Y sus dimensiones, fuera de visiones escatológicas, engrandecen la empresa de los conquistadores. Después de doscientos años de cesura con el tiempo colonial, más que ucronías o desencuentros, en los dos lados del Atlántico priva la disyunción entre una comprensible homogeneización sentimental y la más aún razonable diversidad, la vindicación de Las Américas frente a ese embudo simplón que mezcla quilombos, corridos y habaneras. Con un nexo común, latente desde los tiempos de los Libertadores: Hablamos de un Continente que fabrica mitos y personajes excesivos. Las fuentes más populares se sitúan a un codito de la Historia, con el póster del Che transgrediendo en el papel pintado la crónica sentimental de los que abominaban de la estudiantina. O un Allende, como oficioso santo patrono de aquellos cine-clubs universitarios. Fidel le entregó a Ernesto Guevara la inmortalidad de la juventud, y él se quedó con la inmortalidad del poder. Evita entronizó a los descamisados y edulcoró peligrosamente al populismo. Torrijos se hizo grande en ese pellizco de América que es el canal panameño. Y no faltan aquellos que nunca se encasillaron en la línea blanca de los sueños, como Trujillo, Somoza, Pinochet o Videla.

Sorpresivamente, llegó la aburrida normalización del Estado de Derecho para picotear en el realismo mágico. Naciones como Perú, que al doblar el cambio de milenio tenían a un Rasputín con Ray-ban como valido del presidente Fujimori --hablemos de Vladimiro Montesinos- hoy mantiene al Chino bajo rejas, acaba de encarcelar al expresidente Humala, y Alejandro Toledo está en busca y captura. Algo inaudito, más si se compara, con la propia deriva irresoluble del poder brasileño. Argentina quiere enterrar los fantasmas del Corralito, aunque hará falta un Joaquín Costa porteño para echarle doble llave a las esencias del peronismo.

El borrón está en Venezuela. Cuando las asonadas ya no las regresaban ni los huracanes ni la corriente del Niño, llegó un personaje carismático, ungido con la simbología del Libertador y la retórica del aspaviento. Aquella boina roja pretendía ser la manifestación noventera del mitificado Che, ya que el Subcomandante Marcos se disolvió en su pasamontañas. Pero el carisma de Hugo Chávez se coligió en el implacable oficio de la Gobernación. Sus funerales fueron esperpénticos, con reencarnaciones trinas y aladas y un amago de embalsamamiento para franquiciar al Kremlin en el alma llanera.

El legado fue la sucesión de una bandería belicosa y trasnochada, con un líder que practica una retórica turronera que empuja al país hacia el abismo. Tengo buenos amigos venezolanos, y una de ellas me remite en sus correos desde Caracas que cualquier parecido con la realidad se queda corto en su coincidencia. La diáspora es fruto de una gestión nefasta, de un desabastecimiento de un país rico en recursos, la prueba del nueve de la incompetencia. Maduro inspira lástima para quienes lo padecen e ira contra quienes lo respaldan; empatía por plantarle cara y la catarsis --que siempre es egoísta- que a nosotros no nos toque lidiar con personajes como ese.

* Abogado

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