Hace ya algunos años, como me supongo que también buena parte de quienes me leen, fui votante del PSOE. Poco a poco, y me imagino que también como le pasó a muchos de ustedes, me fui sintiendo cada vez más lejos de un partido al que percibía ensimismado, prisionero de sus dilemas y, lo más grave, absolutamente desconectado de lo que bullía en la calle, de las necesidades ciudadanas, de los nuevos vientos que empezaban a reclamar una izquierda más transformadora y menos acomodaticia. Esos males no han hecho sino acrecentarse en los últimos tiempos, en los que, ante la sacudida de la crisis y la emergencia de nuevas fuerzas políticas, el PSOE ha sido incapaz de mirarse al espejo y asumir qué tipo de socialismo y sobre todo qué tipo de partido necesita una democracia del siglo XXI.

Por todo ello, el proceso de primarias a punto de abrirse oficialmente no es solo una cuestión interna sino que tiene una inevitable proyección en cuánto a qué partido socialista vamos a encontrarnos en los próximos años y de qué manera va a ser capaz de subvertir un orden de cosas que hoy por hoy mantiene triunfante al neoliberalismo. No se discute por tanto solamente qué persona va a ocupar la secretaría general sino qué proyecto político se arma como alternativa a la derecha acomodaticia y como pieza que finalmente encaje en un panorama que poco tiene que ver con aquél en que los socialistas se convirtieron en la gran esperanza de una España recién nacida a la democracia. Precisamente por eso, porque el contexto no es el mismo y porque los retos a los que nos enfrentamos poco tienen que ver con los de los gloriosos ochenta, me parece un gran error la reivindicación del pasado, la prórroga de liderazgos que ahora tienen poco que decir, el intento de sobrevivir más con el aliento de lo que fueron que con el oxígeno de lo que pueden ser. Lo cual no quiere decir que no se reconozca lo mucho bueno que hicieron los gobiernos socialistas, sino que ese no es, o no debería ser, el eslabón que justo ahora permitirá recuperar la confianza perdida.

Como elector que fui del PSOE, y como ciudadano que además con la llamada nueva política está más decepcionado que ilusionado, me gustaría que el partido que renaciera en mayo nada tuviera que ver con ese aparato que nos recuerda que el uso y el abuso del poder produce monstruos, ni con esas dinámicas que avalan que para muchos/as socialistas estar en el partido ha sido una forma de vida y no un servicio público, ni con esas estructuras tan androcéntricas y patriarcales que solo de manera muy superficial parecen estar comprometidas con la igualdad. La izquierda necesita otros lenguajes y otras estrategias para hacer real un proyecto que en definitiva tiene, o debería tener, como ejes la igualdad real y efectiva de la ciudadanía, el bienestar de todos y de todas, la búsqueda permanente de una mayor justicia social. Un programa que lógicamente supone domar el capitalismo salvaje y entender el ejercicio del poder lejos de la verticalidad masculina. Un horizonte que mal casa con liderazgos populistas, con discursos que abundan en la sensiblería propia de una izquierda que ya difícilmente nos convence de su poderío intelectual y con una manera de entender la política en la que no caben matices ni diálogos porque todo parece dejarse en manos de un/a salvador/a a quien hemos de adorar. Solo cuando el PSOE se libere de esos lastres que lo hacen ser un partido viejo, que no histórico, y poco creíble para quienes lo hemos visto tan seducido por las oligarquías, será posible que empiece a remontar el vuelo. Eso es justo lo que el partido se juega: tener nuevas alas o limitarse a remendar las que hace tiempo solo nacen en las espaldas de quienes necesitan del partido para sobrevivir.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO