La Casa de los Colomera. ¿Os suena ese nombre? Esa enorme casa de cuatro plantas en el número tres de la plaza de las Tendillas. Construida en 1928, su aspecto majestuoso la ha hecho merecedora de una serie de leyendas que me han hecho esbozar una sonrisa de complicidad. Porque yo me he criado frente a esa gran verja de metal que, como en muchas películas de terror, da paso a largos pasillos y escondidos rincones. ¿Miedo? Nada más lejos de la realidad: siendo niño, he recorrido esa casa con Guillermo. nieto de la condesa, cuando los críos jugaban a correr e imaginar sin la ayuda de ordenadores o televisión.

Los edificios se construyen con ladrillos, pero los recuerdos se cimentan en experiencias vividas. ¡Y recuerdo tantas cosas de esa casa! Recuerdo las dos armaduras que presidían el rellano de la escalera y que soñábamos con que cobraran vida. Recuerdo los perros por los pasillos de la segunda planta. Recuerdo el patio donde se daban clases de sevillanas y baile flamenco. Recuerdo, recuerdo, recuerdo... Tanta vida en una casa que ha marcado mi infancia.

Como en una serie de televisión, desfilan personajes entrañables por mi memoria que me acompañarán de por vida. El mismo crío, que disfrutaba de los helados de La Flor de Levante, es el que recibía a escondidas galletas de Rafaela; una afable mujer que se encargaba de las labores de cocina y que limpiaba sus manos con esmero en su delantal, antes de pellizcarme las mejillas. También Rafael --el chofer de la señora--, su queridísima esposa Mª Carmen e hijas que formaban parte de ese enjambre que parecía no estar, pero siempre estaba.

He tenido la suerte, como ya he dicho, de recorrer la casona, de punta a punta, y conocer a gran parte de esa familia que tanto cariño ha guardado a los kiosqueros de las Tendillas: los Colomera. Aprendí que una familia no es ilustre por un título o apellido sino por cómo me tratan y puedo presumir de tener el cariño de tantos de ellos... La preocupación por mi madre tras el fallecimiento de mi padre. Los «buenos días» de doña Magdalena, hija de la condesa, que aún hoy perduran al pasar por el kiosco. Los gestos cómplices de don Antonio Alarcón que, hasta poco antes de fallecer, me regalaba cien anécdotas y mil sonrisas. Mª Carmen, otra de las hijas de la condesa, y su esposo Diego, que tantas tardes me dejaron pasar en su casa mientras mis padres trabajaban. Doña Pepita, don Luis, don Rafael, doña Ceci, todos y cada uno con un trato exquisito con nosotros... Si alguna vez lo he obviado, que sepan que les estoy eternamente agradecido.

Y, por supuesto, no quiero acabar el artículo sin recordar a la difunta condesa, doña Magdalena. Esa mujer que podía admirar en un cuadro pintado por Julio Romero de Torres o que nos entretenía a su nieto y a mí, contándonos historias de miedo. En esta casa nunca habrá fantasmas, sino un recuerdo imborrable de una mujer única y entrañable y su familia. Ahora veo como están sacando muebles de esta casa que pronto será un lujoso hotel. Da igual, yo seguiré diciendo que trabajo en el kiosco junto a «la casa de la condesa».

* Escritor