No solo de enredos políticos, amenazas de crisis y otras veleidades de esta corrupta sociedad se alimenta la maldad del hombre de nuestros tiempos. Por ir un poco a contracorriente, me planteo liberar los recuerdos que en estos días primaverales se acumulan en mi memoria. Son tan rematadamente personales que, a veces, producen cierto pudor. Me sobrepondré, no obstante, para referir la afición por el teatro, en los años de mi niñez... en el Colegio Salesiano. Pertenecer al Grupo de Teatro era una canonjía, ya que durante más de una hora al día los actores abandonaban el tedioso estudio de la tarde para preparar la obra.

Aprovechando el pequeño desconcierto, un amigo bien conocido seguía muy serio al grupo confundiéndose con el resto de actores. Cuando acabó la representación, el sacerdote responsable se le acercó para preguntarle qué papel tenía en la obra. Mi amigo le contestó: soy el telonero. Aquí sobraba el tiempo y mi amigo pudo cumplir su castigo. Recuerdo --soy testigo de ello-- el conato de incendio producido cuando al abrirse una trampa en el escenario aparecieron las llamas del infierno. Los de las primeras filas corrieron hacia el fondo impidiendo la salida del público. Nunca he visto a la gente saltarse las filas de asientos con tanta agilidad ni correr como almas que lleva el diablo. Yo disfrutaba con los aparatosos decorados: el misterio del túnel escondido detrás de una enorme piedra hecha impecablemente de papel. O la mampara que se desliza para descubrir una galería secreta.

El Colegio Salesiano, en aquella época, además de preparar a sus seminaristas impartía clases de bachillerato y de Educación Primaria. El único edificio compartido por todos era la iglesia de María Auxiliadora. Los latines que fueron habituales en las ceremonias religiosas y actos sociales se han sustituido por el malsonante inglés hoy obligado en todo el mundo civilizado, y que ha convertido el colegio en un centro bilingüe moderno y actualizado, cargado de viejas historias y vivos recuerdos.

* Maestro