Ahora todos los partidos desean una campaña electoral austera y corta. El PP habla incluso de una reducción de costes del 50%. Y para conseguir tamaña hazaña unos y otros sugieren terrenos donde ahorrar pasta. Hablan de que los envíos postales de papeletas que realizan cada uno de los partidos se hagan en un solo bloque. ¡Zas!, un día recibimos en nuestras casa un paquetón con las papeletas de todos. ¿Y qué hacemos después? ¿Rebuscar el nuestro entre tanta hojarasca? ¿Romper con saña las papeletas de los que odiamos? ¿Pincharlas todas en el water para darle una merecida utilidad? ¿Quemarlas en la lumbre como si quisiéramos hacer vudú?

También corre la voz de que mejor sería eliminar la práctica totalidad de las banderolas electorales que planchan las imágenes más felices de los candidatos. Estoy seguro de que este feliz atrevimiento se le ha ocurrido a un candidato de postín (o quién sabe si es el deseo de todos). Si a ellos les da vergüenza verse abanicando las calles cuatro meses después del último combate, podemos imaginar qué le ocurre a sus familiares, amigos, conmilitones y simpatizantes. De los adversarios para qué hablar: los cólicos biliares acabarían con las existencias de manzanillas, tés poleos y "primperanes" de boticas y supermercados.

Tras cuatro meses sin llegar a un acuerdo (pese a los esfuerzos de Pedro Sánchez y Ciudadanos, hay que reiterarlo) y abocar al país a nuevos comicios, resulta que lo más relevante es que los cuelguen o no de una farola o los empotren en las teles y meneen por las redes todo el tiempo para largar y pelearse, pelearse y largar, prometer y largar y pelearse y mentir y reírse. También se habla si tal o cual candidato cae de las listas o si a Rajoy le queda alguna ciudad de España donde pararse y decir nada en tres frases leídas y silbantes. De lo que importa: gobernabilidad y desempleo, ni palabra. Hace unos días se hizo pública la EPA del primer trimestre del año. ¿Sabe alguien de alguna reacción sobre sus resultados de Pablo Iglesias, pongamos por caso?

Cada año que pasa parece más cierto que todo empieza cuando algunos poderosos, inspirados por los nuevos sabios del liberalismo contemporáneo, decidieron dar primacía al dinero y la empresa sobre el ser humano, sus valores, derechos y necesidades. Desde entonces el hombre comienza a ser solo un recurso a disposición del interés de la economía y cada día que transcurre es más innecesario, casi un estorbo. Interesa solo como consumidor y pronto ni a tanto alcanzará.

Los partidos políticos, todos, también se contaminan de la misma patraña convertida en ideología: no les importa el hombre sino el votante y, poco a poco, ni siquiera esa habilidad. Les vasta con que les voten sus incondicionales por interés o por miedo. Y lo mismo les da que sean seis que seiscientos si al cabo obtienen (o retienen) el poder. Así, cuando oímos a alguno de los nuevos regeneradores de la patria hablar de la gente, la mente se nos llena de imágenes de individuos amontonados formando barricadas, o sea, carne de cañón a mayor gloria del líder.

* Periodista