Es general el reconocimiento de que el nacimiento de la filosofía griega es uno de los grandes logros de la humanidad porque supone una rebeldía de la inteligencia frente al mito que la había estado dominando durante los milenios anteriores. Efectivamente, ante los desastres naturales, la enfermedad, la desgracia colectiva, los horrores de la guerra, el hombre, hasta ese momento, siempre había buscado que los dioses fueran propicios con él, quizá porque sentía en lo más hondo aquel aforismo que cristalizó siglos después en el lenguaje, "si no puedes con tu enemigo, únete a él". La mitología griega y las anteriores mitologías antiguas, siempre habían buscado que los dioses fueran propicios, por cuanto era más rentable tenerlos a favor que en contra; y en torno a esa idea se crearon mitos que buscaban una explicación al mundo.

La filosofía griega supone una rebelión de la inteligencia que dice: "Me parece muy bien todo eso, pero voy a buscar una explicación racional a todo lo que me rodea, voy a dejar de imputar a los dioses las desgracias, las derrotas, las calamidades, y voy a ver si responden a unas leyes que yo pueda entender e incluso controlar".

Ni que decir tiene que con la filosofía griega llegaron los primeros filósofos ateos, lo que demuestra que siempre ha habido gente que no ha sabido tener equilibrio: o una fe ciega en el mito o un materialismo racionalista excluyente de los valores espirituales. Esto mismo ha venido pasando hasta nuestros días, en los que, por activa y por pasiva, San Juan Pablo II y Benedicto XVI se han hartado de decir una y otra vez que la fe y la razón no solo no se oponen, sino que se reclaman mutuamente.

¿Por qué pasa esto?

A mi modo de ver, porque el ser humano tiende insensiblemente a mitificar, a crear mitos, becerros de oro, y a ensalzarlos. Y esto, en todos los ámbitos, en las personas y en las instituciones; en la política, en la religión, en las asociaciones profesionales, en el mundo del deporte, en el cine, en las letras, etc.

Lo peor que le puede suceder a alguien es convertirse en mito, ya que tarde o temprano caerá estrepitosamente, cuando los demás descubran que es un simple mortal, y quienes más dispuestos estaban a ensalzarlo, más leña harán de ese árbol caído.

Quiero recoger un breve texto de una homilía de San Josemaría Escrivá en el que se describe esta situación perfectamente. Está recogida del libro "Amigos de Dios" y dice así: "No sé si os habrán contado, en vuestra infancia, la fábula de aquel campesino, al que regalaron un faisán dorado. Transcurrido el primer momento de alegría y de sorpresa por ese obsequio, el nuevo dueño buscó dónde podría encerrarlo. Al cabo de bastantes horas, tras muchas dudas y diferentes planes, optó por meterlo en el gallinero. Las gallinas, admiradas por la belleza del recién venido, giraban a su alrededor, con el asombro de quien descubre un semidiós. En medio de tanto alboroto, sonó la hora de la pitanza y, al echar el dueño los primeros puñados de salvado, el faisán --famélico por la espera-- se lanzó con avidez a sacar el vientre de mal año. Ante un espectáculo tan vulgar --aquel prodigio de hermosura comía con las mismas ansias del animal más corriente-- las desencantadas compañeras de corral la emprendieron a picotazos contra el ídolo caído, hasta arrancarle todas las plumas. Así de triste es el desmoronamiento del ególatra; tanto más desastroso cuanto más se ha empinado sobre sus propias fuerzas, presuntuosamente confiado en su personal capacidad".

Todos somos imperfectos, todos somos pecadores, todos nos equivocamos, todos comemos por la boca y cagamos por el culo, hasta el Papa, y no es falta de respeto; es tener las plantas de los pies en el suelo. Hay que dejar su sitio a la razón. ¡Ojo! también la razón puede mitificarse.¡Qué carcas han quedado esos franceses de peluca empolvada y los que vinieron tras ellos! Aunque parezca mentira, qué difícil es pedirle al ser humano un poco de sentido común.

* Arquitecto