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El museo de espera

Celebrada la Pascua, quedan en el aire una serie de interrogantes. Y no me refiero al postergado dilema de la segunda puerta procesional en nuestro Templo Mayor. Ha sido en ciertos aspectos una Semana Santa extraña, o consecuente con nuestra forma de ser, mezclando el bullerío del Compás de San Francisco por la vis atractiva de los Legionarios, mientras que en el Patio de los Naranjos se notaba el vacío y el relente al procesionar Las Angustias.

Me centro con carácter retroactivo en el Viernes Santo, en su atardecer que coincide con el inicio del Sabbat de los judíos, que finalizará cuando en la tarde siguiente se contemplen tres estrellas en el firmamento. El Rey de los Judíos murió en esa primera hora, para emanciparse de una religión endogámica y abrir su mensaje a la Ciudad y al Mundo. Pero las reminiscencias permanecieron durante siglos, que ese pareció el tiempo geológico del franquismo. En esas horas de tinieblas no abría ni Dios, y solo las bodeguillas más arriesgadas se atrevían a vender un cazo de arroz a hurtadillas. Pero, aparte del justo y necesario desfile de películas de romanos, aquellos tiempos se apulgararon. La Semana Santa ha mantenido una cuota de liturgia ferviente, pero fuera del privilegio de las ternas obispales que se gestaban en el Pardo, el común de los mortales ha desparramado su ocio en estas fechas, que no tiene por qué ser antagónico con la inmersión en estas floridas estaciones de penitencia. Y si ya hay indulgencias para la carne, con más razón se prodigó ese ecumenismo que entendía buena toda la actividad económica que genera esta Semana Mayor, y más en el caso de nuestra ciudad, con un patrimonio y una plástica envidiable.

Lo que no tiene sentido es el retorno a ese aquietamiento del pañuelo atado a la puñeta, casi en apoteósica reivindicación del descanso hebreo. La polémica de la apertura de los museos municipales en estos días festivos ha sido --rectifico, ha tenido que ser-- gratuita. El visitante se ha vuelto más exigente, y ya no solo entiende de vinos, sino de rincones. Y resultaría incongruente, sobre todo para los que vociferan el paganismo, hacer cargar toda la oferta turística de estos pasados días sobre los pasos. Nadie se cuestiona que si se produce una avería en la red de suministro de aguas, ésta se repare aunque sea en horas nonas. O que los bomberos no acudan a apagar un fuego porque tienen ese día marcado en rojo. Por supuesto que maximizar se impurifica de retórica, pero ayuda a desatascar despropósitos. Afortunadamente, nuestros museos abrieron en Viernes Santo, entre otras cosas para ser consecuentes con la potencial afluencia, que algo me dice sería mayor que la de un martes o un miércoles de noviembre.

Obviamente, no abogo por cercenar derechos sociales, sino por aplicar ese que se ha ganado a pulso ser el menos común de los sentidos. Desde muchos vectores y latitudes se está produciendo una reinvención de los museos para que el propio vocablo se desprenda del olor a naftalina. Esa ola propugna museos vivos y palpables, alejadísimos de ese escudo de armas que malamente barnizó el ejercicio de la función pública: vuelva usted mañana.

* Abogado

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