Algo debió ocurrir en el proceso evolutivo del Homo Sapiens; una desviación, un cruce de ADN defectuoso, un sedimento viscoso y purulento en nuestro primitivo cerebro reptiliano, que inoculó una bilis sádica en nuestras neuronas o nos cortocircuitó los impulsos eléctricos cerebrales --vaya usted a saber--, que nos hace ser mezquinos, sectarios, pendencieros, vociferantes, en definitiva, miserables. También es verdad que podemos ser sublimes, comprensivos, conciliadores, reflexivos, honestos y dignos, pero hoy me detengo a hablar de nuestra parte oscura.

Al hilo de esta reflexión, no he podido más que empatizar con las palabras de Antonio Muñoz Molina, en respuesta a un desafortunado tuit de Hermamn Tertsch. Se refiere en ellas, Muñoz Molina, a aquellas personas a quienes lo que realmente les importa es meter cizaña, a aquellos que en sus manifestaciones públicas se centran no en lo necesario o en lo injusto, sino exclusivamente en aquello que, aunque sea nimio, más pueda dañar a la concordia o calumniar al adversario.

Saco esto a colación por la supuesta y sempiterna polémica (reiteradamente alimentada cuando se acercan estas fechas) entre quienes defienden, cual santa cruzada, el modelo procesional y cofrade de Córdoba y quienes se oponen enérgicamente a las subvenciones que de las instituciones públicas reciben las cofradías (además del gasto en personal e infraestructuras).

Más o menos en medio están los del "pensamiento neutro"; los del "vivamos y dejemos vivir"; los de "mira los unos y los otros con sus innecesarias diatribas" cuando lo importante es "que haya trabajo para todos y que podamos vivir tranquilos". Casi prefiero a los de la santa cruzada a estos.

Podría intentar hacer un análisis objetivo de los hechos. Por un lado, valorar que los desfiles procesionales forman parte de una tradición a la que el pueblo cordobés asiste masivamente --esto es innegable-- o ponderar la importancia de los ingresos económicos que estos eventos suponen para la maltrecha economía cordobesa. Por otro, poner en valor que las manifestaciones y creencias religiosas deben ubicarse en el ámbito de lo privado puesto que, respetando la libertad de credo, somos un estado laico y aconfesional. Pero la objetividad, como la verdad, realmente no existe, créanme.

Verán, yo soy de los que piensan que una buena parte de los que defienden las subvenciones a las procesiones no han levantado su voz cuando eventos como Animacor, Cosmopoética, El festival de Cine Africano o Eutopía, que también originaban ingresos económicos, eran cultura y se habían convertido en tradición, dejaron de percibirlas o se redujeron drásticamente. Tampoco se les ha oído mucho cuando la iglesia, esa misma que protege y bendice sus veneradas imágenes, se ha apropiado y/o beneficiado de algunos edificios, calles y plazas públicas (resulta curioso como permanecen atónitos y callados a las embestidas que su jefe en la tierra, el señor Jorge Bergoglio, les dirige un día sí y otro también sobre los oropeles, las ostentación, la riqueza, etc.). O, ya rizando el rizo, no se cortan un pelo para camuflar dos "procesiones" como "manifestaciones" para no pagar la tasa municipal.

Dicho esto, entiendo que se hace necesario encontrar espacios donde entendernos, ser capaces de construir y diseñar un modelo de ciudad donde los privilegios de unos no supongan el perjuicio de otros, donde el dinero público sea escrupulosa y democráticamente invertido pensando en el beneficio común y no en réditos electorales. Y esto debe hacerse teniendo como pilares la justicia social, la ecología política (la única ideología que podemos permitirnos en nuestros tiempos) y el feminismo, como superación de un estado de convivencia arcaico.

A fin de cuentas, yo también quiero sentarme los sábados en la mesa de mis padres y que no me miren con cara rara porque el Esparraguero no sale el Jueves Santo.

* Educador y miembro de Equo Córdoba