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Se preguntaba el intelectual francés Jules Henry Poncairé hace más de un siglo sobre los principios políticos y era taxativo al respecto: ¿Cuál es el primer principio político? La Educación. ¿Cuál es el segundo? La Educación. ¿Y el tercero? La Educación.

Posiblemente, lo que está ocurriendo en este país, a múltiples niveles y muy en especial con el frentismo independentista, es un hondo problema de Educación. No hace falta caer en el tópico de las reformas pendientes y señalar la de la Educación como la más importante. Se sabe perfectamente. Otra cosa es buscar, aceptar (que no es lo mismo que ceder) y respetar (que no es lo mismo que claudicar), lugares comunes que beneficien al conjunto de la sociedad por encima de doctrinas y estatus.

Desde que en 1980 se aprobó la Ley Orgánica Reguladora del Estatuto de Centros Escolares (Loece, la primera en democracia) han pasado 35 años y se han aprobado cinco leyes más que, con mayor o menor intensidad, han entrado en vigor y se han derogado posteriormente según la mayoría parlamentaria de turno. Desde cualquier óptica, un completo despropósito.

Una cosa es que las leyes evolucionen y otra que sufran cambios de profundo calado según lo haga el gobierno en cada legislatura. La inestabilidad estructural, que dispara entre otras cosas el riesgo país como estamos viendo estos días, tiene relación directa con la ausencia de una cultura del acuerdo institucional cuyo ejemplo perfecto se plasma en la política educativa española. En la Educación, como clave de bóveda de futuro del país.

En un mundo tan cambiante y lleno de incertidumbres a escala global, en el que este país se está permitiendo el lujo de dedicar un año a recalibrar sus mapas políticos por encima de la realidad que lo rodea (aún con las citas electorales previstas), volver a marear la perdiz de la reforma educativa en caso de cambio de gobierno resulta desalentador. Y no porque la última Ley no necesite mucho más acuerdo, sino porque es absolutamente deseable que, de una vez, se llegue a un pacto de Estado sobre un modelo estable en el tiempo.

Ese modelo estable debería ser ejemplo para el resto de reformas pendientes que, en su mayor parte, tienen a la actual arquitectura institucional española al socaire de los vaivenes electorales comenzando por la Justicia y pasando por un largo rosario de instituciones y organismos públicos. O sea, lo que llevamos dos décadas llamando la regeneración indispensable.

Aunque, llegados a este punto, y con la vista puesta en el 27 de septiembre, se antoja más urgente reformar la Constitución. Posiblemente, por la fuerza de las circunstancias, no por iniciativa propia, como hubiera sido lo normal.

* Periodista. Universidad Loyola

Andalucía

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