La ola de calor me sacó anoche de la cama porque no podía respirar y también porque un mosquito natural del centro de Córdoba me demostró ser más inteligente que todos los directores de I+D de las empresas fabricantes de insecticidas. Salí en uniforme de cordobita: camisa desabotonada hasta el ombligo, pantalón corto y chanclas. Y fui feliz durante unas horas. Ignoro la causa, pero la alegría fluía a borbotones con el aire fresquito de la noche, la luz amable de las farolas por la Judería y el relajante sonido del silencio sostenido con el contrapunto de un grillo y una lechuza. Solo me había tomado un gin tonic ; así que ni la euforia ni la paz, ni la inefable sensación mística de pertenecer a ese todo absoluto que es Córdoba en una tranquila noche de verano, podían achacársele al alcohol etílico.

Ahora creo recordar que me detuve bajo un balcón repleto de plantas. La luz adentro, parpadeante, me intrigaba. Se oía un murmullo en forma de oración y una música sonaba redundante y progresiva, algo del estilo del Tubular Bells de Mike Oldfield. Aquel momento me hizo recordar mi época de instituto y las reuniones semiclandestinas de la pandilla al calor del pop-rock sinfónico y los canutos. Por eso miré hacia la ventana y agucé el olfato en busca de indicios. No encontré el aroma del chocolate, pero sí adiviné el perfil anguloso y zigzagueante de la hoja del Cannabis sativa , a quien solo conozco de vista desde que los chavales las lucen en las camisetas o en la ventanilla trasera del coche.

La cuestión es que me quedé allí sentado un buen rato, y la cosa siguió como cuando llegué: venga música, venga oraciones y venga airecito fresquito; así que cuando hice el ademán de ponerme en pie para continuar con mi paseo ya de vuelta a casa, no había quién que me levantara del rebate. La poca gente que pasaba, seguramente de vuelta de una boda, se quedaba mirándome, claro, y a mí me dio por reírme. Recuerdo que los encontré rotundamente ridículos y que pensaba para mí que la vida es algo más simple que todo eso. Pero también sentía una especie de compasión hacia todo. Los veía ridículos pero los quería, igual que quería a la farola, a los geranios del balcón y al perro que se tendió a dormir a mis pies.

En el paseo de vuelta a casa, todo me parecía maravilloso, como si estuviera descubriendo por primera vez cada cosa con la que me cruzaba. El más insignificante de los sucesos cotidianos naturales adquirió una dimensión cosmológica, mientras que un telediario puesto a todo volumen llegaba a mí a duras penas, como si formara parte de un mundo lejano e irrelevante y cuya relevancia no alcancé a advertir al principio: "...el tan discutido y controvertido fenómeno del calentamiento global parece que conducirá la Tierra hacia una pequeña glaciación hacia el año 2030...".

Ya tendido en mi cama, entré en algo que imagino como un estado de trance: me sentí atrapado en medio de un torbellino de luces y formas cambiantes que me engullían al tiempo que perdía una clara conciencia de ser yo mismo, me vi desde fuera, como sobrevolado por un punto de conciencia. Acto seguido ya era de día y me desperté en Montilla: los pájaros trinaban como locos en el pino de enfrente, el panadero aporreó la puerta de la calle, las vecinas se hacían sus confidencias junto a mi ventana. Como todos los días. Pero yo ya no soy el mismo. Un número más entre las víctimas de la ola de calor. Qué ganas tengo de que llegue la pequeña glaciación del año 2030.

* Profesor de la UCO