Lo primero que me vino a la cabeza al enterarme de la tragedia de los Alpes es la egoísta inquietud de lo cercano. No es que no nos conmueva cualquier accidente aéreo, pero este se situaba en nuestro radio de acción. Mi hija también estaba de intercambio con el colegio y tenía que regresar en avión dos días después de la fatal colisión, por lo que se hacía tremendo el pugilato entre la razón y la emoción. Al descender bruscamente de altura, una montaña puede ser igualmente peligrosa en estos lares como en la altiplanicie boliviana, pero el espacio aéreo europeo parece domeñado y la sensación de relajo se hace mayor respecto a cualquier otra ruta aérea. A ello se unían los reglamentarios chequeos del avión, lo que en el caso del siniestro descuadraba la inveterada fiabilidad alemana. Y luego resultó que el mal estaba dentro, en el lugar más blindado para evitar anteriores siniestras aventuras de secuestradores aéreos.

Para todos los que nos dedicamos a la actividad preventiva en el ámbito laboral, el avión ha sido el arquetipo de la seguridad. La ergonomía conoció su eclosión en las carlingas de los pilotos de la II Guerra Mundial, y desde esa atalaya bélica surgió en buena medida el conocido axioma de adaptar el puesto de trabajo a la persona, y no la persona al puesto de trabajo. Luego, cuando se quiere pegar un aldabonazo sobre la guardia baja de las estadísticas, se acude a los índices de accidentabilidad del avión, porque cuando la probabilidad de producirse es de varios ceros a la derecha de la coma, el ser humano tiende a despreciar el engrose de esa hilera de números redondos, creyendo que la seguridad ha llegado a su cénit para dar paso al mayor enemigo del prevencionista: el exceso de confianza.

Desde luego, uno de los peores tributos que pudiera hacerse a las víctimas de la pasada semana sería recargar de demagogia esa muerte horrible. Peor aún acotar esta masacre en los ignominiosos delirios de un psicópata. Desgraciadamente, y más que en ningún otro campo, las tragedias aéreas han servido para implementar exponencialmente la seguridad de los vuelos venideros. Y las prácticas preventivas en las que se ha convertido el laboratorio del avión sirven para extrapolarlas, en su justa medida a otros ámbitos.

En primer lugar, y aun separando el grano de la paja, habrá que convenir que los factores psicosociales no son un mero formalismo en la determinación de los factores de riesgo de una actividad laboral. El avión es un elemento crítico, pero piénsese también las consecuencias de un comportamiento suicida en una zona de atmósfera explosiva, en trabajos en altura, o en un espacio confinado, cuando habitualmente no se produce una presencia aislada en esos ambientes de trabajo. Jugar a la simple cumplimentación de un cuestionario es una ruleta rusa con muchas probabilidades de que te alcance la bala de la responsabilidad.

En segundo lugar, habría que madurar el papel de la sacrosanta confidencialidad de los expedientes de bajas médicas, en extremos que en la vigilancia de la salud llegan al papanatismo. Si se tratase de una enfermedad profesional, la comunicación que llegase a la empresa por la baja del copiloto lo mismo podía ser por una epicondilitis que por una depresión, pues oficialmente es ignota a los ojos del empleador. Urgen mayores niveles de coordinación, y un papel más activo de los médicos de empresa y de la concienciación del empresario y del legislador.

* Abogado