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Contra la docilidad

Una de las mayores crisis que estamos sufriendo en la actualidad es la que deriva de un pensamiento simple, sin matices, reducido a la fugacidad de un eslogan y en muchos casos a los caracteres de un twit. Blanco o negro, o conmigo o contra mí. Todo ello en un contexto de desaparición, o invisibilidad al menos, de voces críticas que sean capaces de poner el dedo en las llagas de nuestras miserias y en las del sistema, que no se conformen con el orden establecido y que miren hacia un horizonte en el que las reglas del juego pudieran ser distintas. Por el contrario, este simulacro de democracia que tenemos alimenta las voces dóciles, mansas, sumisas y políticamente correctas. Las que dicen a los de su bando lo que quieren escuchar, las que no escatiman esfuerzos por arrimar el ascua a su sardina, al tiempo que se atrincheran en la complicidad con el que tiene la batuta. Algunas veces por acción y otras muchas por omisión. Por el camino se pierden los matices, los interrogantes que permiten avanzar, las dudas que obligan a seguir buscando, la valentía que implica decir que no y la superación de la quietud que supone conformarse con lo bueno y no aspirar a lo mejor. De esta manera, la libertad y el pluralismo yacen heridos de muerte y, en el mejor de los casos, reducidos a mera formalidad. Su lugar es ocupado por el pragmatismo y el cinismo. Triunfan los listos y espabilados, no tanto los inteligentes y constantes. Todo vale en esta conjura de mentes domesticadas en la que se acaba imponiendo la ley del que mejor controla las perversas reglas del juego. Homo homini lupus es la pintada que muchos desearían escribir sobre la tumba de Pico della Mirandola.

Necesitamos, ahora más que nunca, rebelarnos frente a ese estado de pobreza intelectual y cívica. Urge que nos despierten del letargo y que nos hagan reflexionar sobre lo importante que es para la democracia conjugar razón crítica y utopía esperanzada. Un doble objetivo que recorre las páginas del último libro de una de esas voces tan necesarias, la del teólogo Juan José Tamayo. En su "50 intelectuales para una conciencia crítica" nos ofrece otros tanto perfiles de mujeres y hombres que no se han instalado cómodamente en la realidad, que han buscado su transformación y que, con frecuencia, han desestabilizado el orden establecido. Todos ellos, a pesar de vivir en distintos momentos del siglo XX, en diversos continentes y de trabajar en ámbitos dispares, comparten su sentido crítico, su perspectiva laica, su actitud heterodoxa y su mirada al futuro. De ahí, como es fácil deducir, sus en muchos casos enfrentamientos con el poder y hasta su persecución por parte de aquellos que no asumen que no hay democracia sin libertad de conciencia ni pluralismo.

Aunque el mismo Tamayo define su obra como una especie de "biografía religiosa colectiva del siglo XX", y aunque es cierto que en ella predominan los teólogos y las teólogas, su propuesta va más allá. Porque en sus páginas encontramos argumentos para reconstruir los espacios políticos, para revisar el sentido pervertido de la justicia, para cuestionar el orden patriarcal y las jerarquías que derivan de un mundo desigual. Es por tanto también una obra radicalmente política, comprometida, esperanzada en el sentido más positivo de este término. A la manera de Ernst Bloch. Un libro que demuestra la necesidad de romper fronteras, de asumir lo transdiciplinar, de incorporar la mirada lúcida y transformadora del feminismo, de insistir en la lógica emancipadora de los derechos humanos y, al fin, en la necesidad de reinventar la democracia. De ahí que debiera ser de lectura obligatoria en escuelas y universidades donde, si no me equivoco, debería fomentarse por encima de todo lo que Tamayo pide a gritos en su última obra. Escuchémosle. Nos va la vida en ello.

* Profesor titular de Derecho Constitucional de la UCO

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