En cada nuevo año nos solemos sentir como el reverdecido brote de la eterna planta de la vida que nos promete, según la edad, cosechas y vicisitudes, alternativas entre la luz y la sombra en el dudoso bosque del tiempo, siempre "pisando la dudosa luz del día" (título del único libro de poemas conocido del ya finito Camilo José Cela). Una vez transcurridas las fiestas nativitales en estado de hibernación satisfecha, elaboramos un plan de cercanías no más ni menos presuntuoso como el que elaboramos cada año por estas mismas fechas de enero, punto de partida para la que presumimos larga distancia, siendo tan corta como es la vida de un hombre. A esta fecha y padeciendo las primeras fatigas de la llamada por el hombre económico "cuesta de enero", ha terminado el simulacro y debemos volver al viejo juego cuyas reglas ya sabemos que están marcadas y cómo y por quien están marcadas. No ha cambiado sustancialmente el esquema: a un tiempo de crisis sucederá un periodo de levantamiento de la postración económica, hasta que a los grandes manitúes que dirigen el cotarro les dé por arrastrarnos a otra crisis, siempre con la aplicada certidumbre de que la banca y el sistema nunca pierden. A cierta edad, hablando en términos humanos, siempre se tiene, además, la sensación de que no ha caído tan solo una hoja del almanaque de otro año pasado sino que estamos siendo arrastrados por un vendaval de calendarios en la conciencia de la propia finitud. Así es que algunos sentimos la melancolía de Antinoo, aquel favorito del emperador Adriano que tuvo la propia visión de su término vital aún antes de producirse. Murió ahogado y fue deificado por el emperador. Supongo que debería ser el dios de las elegías de la vida, que son numerosas y todos, hasta los más jóvenes, las tenemos en ese rincón de la conciencia donde se guardan los amores perdidos, las horas de felicidad, las memorias esfumantes. El nombre de Antinoo es de origen griego, proviene del verbo "antheo" y significa "el que florece o renace", lo que lo asimila a las esencias de Dionisos. Como Antinoo fue también el nombre de uno de los pretendientes de Penélope, el que se había enfrentado a Telemaco en los albores de la Odisea homérica. Tal si fuera un símbolo de las edades del hombre, plenitud, decadencia y finitud, así creo recordarlo en un poema de Pessoa, así se diluye como una sombra en las Memorias de Adriano , de Margarita Yourcenar, o en las estancias versificadas de Tennyson y en un libro dedicado al bello amante del emperador que se titula Memorias de Antinoo , de Daniel Herrendorf. "Murió Antinoo, el esclavo del placer de Adriano, el cual ordenó que se le rindiera culto", escribió San Atanasio. Y en la memoria colectiva paleocristiana hasta llegó a ser comparado al "moscóforo" o Buen Pastor de la figura de Cristo. Cosas del arte que convirtió al joven nacido en Bitinia en un arquetipo, en una leyenda y en un modélico parangón de la vida que sigue siendo el río de nuestro Jorge Manrique "que va a dar a la mar" del infinito océano del tiempo o círculo del tiempo, como nos place decir a los poetas cuando escribimos sobre el tema, pues todo eso de la simbología de Antinoo es un enfoque de la nostalgia del tiempo pasado, de los paraísos perdidos, aunque haya quien piense que lo verdaderamente inevitable es sentir la nostalgia del tiempo futuro, como Tácito o Ernest Bloch. En los infinitos círculos de la vida caben las dos versiones. Y es así como vamos construyendo la trama desde la cotidiana realidad que nos enfrenta a un mundo cada año más cambiante en las costumbres pero calcado de las mismas peripecias, egoísmos, perplejidades y desastres de de los que vivieron en los siglos pasados.

Es el hombre y no el tiempo el que se desvanece como el humo. Tal vez sea esa toma de actitud la explicación del vértigo de esta sociedad tan desquiciada que no aprende jamás de sus errores, que vive al día sin preocuparse de resolver los infinitos interrogantes en los que se encuentra atrapada y envuelta en esa sutil tela de araña del sistema que la modela a su antojo.

* Poeta