Sin consideraciones ni pronósticos acerca del futuro de la tentacular crisis que envuelve en estas horas graves al mundo, ya que la historia demuestra que el porvenir suele ser diferente al dibujado desde cualquier presente, es hora de que en el artículo final de la serie consagrada a la obsesiva cuestión que nos ocupa, se enfoque desde perspectivas netamente españolas. Bien que no quepa analizarlo como un tema más del reciente pasado pues forma parte sustancial de un proceso todavía abierto, puede, no obstante, mínimamente contextualizarse en el curso de la impropiamente llamada historia viva o del tiempo presente.

La nota resaltante del cuadro es la obnubilación de la sociedad española por el gasto y acaparamiento de bienes materiales. Construida ya a últimos de la "década prodigiosa" en una sociedad de clases medias, durante los cuarenta años posteriores --periodo si no esencial en el pretérito de un viejo pueblo, sí considerable y más en una época de cambio acelerado-- la española se caracterizó entre las europeas de la misma fase cronológica por el desarraigo de su historia y la obsesión por asimilar los comportamientos de las más avanzadas de Occidente e incardinarse plenamente en el centro del consumismo más extremoso. Sucesiva y festinadamente se arrumbaron una tras otras las normas y mores tradicionales con un derrumbamiento moral sorprendente por su intensidad y magnitud. Obviamente, los valores propios de las comunidades industriales y políticamente desarrolladas se implantaron y fueron creciendo en nuestro país a medida que el siglo XX terminaba, al paso que no todas las viejas reglas éticas de un ayer todavía cercano desaparecían por la escombrera del tiempo.

Pero el fondo moral así constituido no fue suficiente para afrontar la vertiginosa mudanza de la sociedad española en el tardofranquismo y el nacimiento y consolidación de la democracia. La sed aurívora, detectada ya por los historiadores y moralistas romanos como el principio del fin del régimen republicano y, ulteriormente, del imperial estragó el cuerpo social de la nación, con escándalos de volumen e irradiación desconocidos en un pueblo significado en la historia por su sobriedad y reluctancia al deseo de lucro. Nunca la crónica de la corrupción fue más densa y variada que en la etapa en que España se enriqueciera económicamente con mayor intensidad y ritmo y el dinamismo del sistema productivo y, en general, de las fuerzas creativas alcanzase más alto nivel. Gozosa constatación con el pesaroso contrapunto de la ausencia de un clima éticamente de igual modo roborante.

Sin embargo, no hay en la desfalleciente naturaleza humana e, incluso, si se adscribe a la española alguna sobretasa de infirmidad, antinomia entre virtud cívica y prosperidad, vigencia de los principios solidarios y lógica y hasta plausible ambición de acrecentar sin infracción del código penal el patrimonio de individuos y familias. Es más: los poderes públicos han de afanarse indesmayablemente por potenciar el espíritu emprendedor en todos los estamentos de la comunidad, sin descuidar simultáneamente la trascendencia de las tareas educativas y la necesidad de exaltar la ejemplaridad, acicate indispensable para toda empresa colectiva de algún alcance. Los testimonios aportados al respecto por la campaña presidencial francesa de Sarkozy y la norteamericana de Obama son irrefragables. A falta de tantas otras cosas, nuestro país es muy rico en mujeres y hombres de fecunda y estimulante existencia, en el pasado, el presente y también sin duda lo será en el futuro...

* Catedrático