En los tiempos que corren, a veces de forma turbulenta, suceden muchas cosas, naturalmente unas buenas y otras malas. Bueno es que Bush se haya ido a hacer puñetas a su rancho de Tejas, porque buena es la Constitución norteamericana, que reduce el máximo de mandatos presidenciales a ocho años. Allí no puede ocurrir que tengan que sufrir a un mal jefe 38 años; la longevidad del mal se da solo en las dictaduras, aunque puede que se dé en las democracias contaminadas por el furor de un jefe, como Venezuela. Porque también es mala la perpetuación de jefatura aunque sea por reelección, sea en estados, autonomías, asociaciones, colegios profesionales...

¡Qué descanso hemos sentido cuando el helicóptero despegó de la Casa Blanca rumbo al rancho!

Lo cierto es que la crisis está ahí. Alguna parte habrá tenido en su nacimiento el nefasto presidente estadounidense extinto, porque en donde ha puesto la mano se ha podrido algo, y es de suponer que alguna mano habrá puesto en la economía.

Enfrentando el mal tiempo con buena cara puede preverse y hasta sentirse que esta crisis, como todas, produce males agudos e importantes, pero también ocasiona efectos benéficos. Es significativo que Obama en su discurso de toma de posesión haya dicho que los valores de los que depende nuestro éxito --el esfuerzo y la honradez, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo-- son verdades viejas a las que es necesario volver.

Los buenos políticos, y se supone que Obama lo es, juegan siempre a ganador: predican como necesario lo que, además de estimarlo como tal, ven venir en el horizonte. Es decir, las mentes agudas de nuestro presente avizoran que los vientos del inmediato futuro traerán la substitución del culto al pelotazo por su condena; la derogación del principio salvaje del todo vale y la instauración de costumbres que tolerarán las inevitables faltas, pero que castigarán con tarjeta roja las muy graves, los abusos que hoy parecen cometerse con bula, y como inevitablemente anejos al poder y al éxito.

A la adoración del ídolo del gasto sucederá la revalorización de la austeridad y el ahorro, cualidad y conducta que no tienen porqué producir tristeza ni miseria. Se trata simplemente de reajustar los cristales de las gafas con que enfrentamos la vida, que habían llegado a tener grueso de culo de vaso, y a no dejarnos ver u apreciar las virtudes que Obama ensalza y vaticina.

Cuando un nuevo rico --los seguiremos sufriendo, sin duda-- presuma ante nosotros de haberse comprado un barco o dos Miró y Tapies originales (uno para el cuarto de baño), no se nos caerá la baba de envidia o de admiración, ni le daremos un golpecito complaciente en el hombro; le manifestaremos sin disimulo que pensamos que es un imbécil que no sabe ni navegar ni cómo mirar y valorar un cuadro. Que lo suyo son las estampitas, aunque muchas de su colección sean del Banco de España.

Prometo como cazador que cuando uno de cartera me cuente que ha obtenido un trofeo maravilloso en una montería de a millón el sábado, no le haré más caso que a la menor de mis nietas cuando me enseña su última adquisición del tenderete, una chuchería de medio euro.

Reconozcamos que lo corriente entre los consumistas es serlo sin moderación y alardear de haber gastado lo más de lo más en el nuevo coche, en el abrigo de gala, en los palos de golf, en la reja de la puerta, en la conmemoración del nacimiento o el santo o el nombramiento, en el viaje por el extranjero, en el espectáculo que solo se da lejos y a alto costo... en muchas cosas.

Y prometamos todos a una que vamos a pregonar que hemos buscado lo más económico dentro de lo útil, y que no bajaremos la voz a este lado del mostrador para pedir lo más barato.

El lector inteligente habrá comprendido que no se trata de convertirnos en buscadores y pregoneros de gangas. Eso tampoco.

* Abogado y escritor www.rafaelmirjordano.com