Hay algunos espacios públicos, si no son cubiertos, que resultan sobrecogedores cuando están vacíos. Ocurre con los grandes estadios, con los teatros romanos o con las plazas de toros. Estas últimas añaden una característica singular cual es su forma circular, con ausencia de ángulos muertos, para que todos podamos vernos a todos. Suelo visitar los ruedos vacíos, porque me gustan y porque me traen el recuerdo infantil de las noches de verano cuando iba al cine en el de mi pueblo. No tengo en mi memoria ninguna película, pero sí las sensaciones al entrar y pisar la arena, o mientras jugaba a intentar saltar la barrera, pues mi estatura de entonces no me permitía grandes alardes, la emoción al entrar y salir por los burladeros, o al estar cerca de la puerta de toriles e imaginar la presencia de un animal entre mítico y terrible, el toro. No he visto ninguna corrida desde niño, cuando mi padre me llevaba a algunas novilladas y mi único interés residía en que muchas veces venía un banderillero cordobés, del que solo sé que era conocido como Columpio , y con el cual mi padre tenía una cierta amistad. Lo visitábamos antes de la corrida, me preguntaba si me gustaban los toros, yo respondía que sí, y ello me garantizaba una de las banderillas como regalo. Me la entregaba después de haberle quitado ese pequeño arpón que sirve para que se quede enganchada en el animal, pero no desaparecían los restos de sangre que adornaban los papelillos de colores del adorno.

Aquel objeto se convertía en objeto de juego con los amigos de mi calle, nos servía para ejercer como toreros, unas veces era la banderilla, otras hacía funciones de muleta y al final se convertía en estoque. Porque varias generaciones de españoles hemos pensado alguna vez en ser torero, futbolista o ingeniero, e incluso habrá quien soñaría con las tres cosas. En mi caso la inclinación determinante fue la deportiva, al menos durante algunos años, y nunca tuve la menor afición por el mundo de los toros, a excepción de lo interesante que me resulta el vocabulario taurino, que ha traspasado los límites de ese mundo y se ha extendido a otros ámbitos. Es la primera vez que hablo de toros en mis artículos, y lo hago cuando se inicia el solsticio de verano y con él un nuevo ciclo taurino (mientras, yo dejo esta faena de cada martes hasta septiembre), no milito en lo antitaurino, pero si pudiese votaría a favor de la supresión de esa sangría innecesaria, porque no encuentro justificación para la tortura de un animal tan bello y mucho menos para que alguien disfrute con ese espectáculo.

Pero la muerte no sólo acecha al toro. La semana pasada la prensa nos obsequió con la imagen del torero José Tomás ensangrentado, con la espada en la mano y a la espera de acudir cuanto antes a la enfermería después de haberse enfrentado a dos toros. Me resultó repelente, como la de cualquier persona cubierta de sangre por otra circunstancia.

Era la representación de la tragedia, pero en ningún caso puedo considerarlo como resultado de un acto bello.

Según algunas opiniones de entendidos en el tema, ese torero apuesta cada tarde por una aproximación a la muerte, es decir, cientos de personas van a un espectáculo público en el que un señor juega a una especie de ruleta rusa pero sin revólver, con traje de luces y con espada. Estoy convencido de que habrá algún poeta o algún articulista que, por si acaso, tendrán preparado su correspondiente trabajo con el título de Llanto por José Tomás , porque en este caso también se pretende establecer el paralelismo con el mundo de la intelectualidad que rodeó a Ignacio Sánchez Mejías . Olvidan que García Lorca no está y que la España de 2008 no es la de 1935, aunque en el famoso poema del poeta granadino sí encontramos la respuesta a la imagen del otro día: "¡Quién me grita que me asome!/ ¡No me digáis que la vea!".

* Profesor