Cuando se come en un restaurante de esos que se han puesto de moda, el primer choque llega con la carta porque no se entiende, aunque esté escrita en español. Los tímidos piden a ojo, no vaya a ser que los tomen por paletos; los menos inhibidos se convierten en la inquisición del camarero que los mira con ojo displicente desde su púlpito molecular. Procede esta moda de lo que se llamó en Francia nouvelle cuisine en los años 60, que define un tipo de platos basados en la imaginación del cocinero. De esta cocina hemos pasado a la cocina molecular en la que se utiliza la esferificación, la cocina al vacío, los alginatos, la modificación de los aromas o color de los alimentos... Se suele presentar en platos muy grandes, muy adornados y elaborados. Cuando se ve venir al camarero con esos platos--fuente piensa el cliente que saciará su hambre, pero, señores, las cantidades son tan escasas que "comimos una comida eterna, sin principio ni fin", como decía Quevedo en el Buscón .

Los comensales al final de la comida y muy discretamente echan un barquito en la poquita salsa de diseño que adorna sus majestuosos platos, a ver si calman un poco el gusano que les roe el estómago, porque el bolsillo bien roído que lo sacarán del evento.

¿Cómo estarán las tortillas deconstruidas, discos de caviar y chocolate blanco, gelatina de ostras con jugo de parchita y lavanda, avena de serpientes, mousse de limón con nitrógeno líquido? Catetos, que somos unos catetos comiendo flamenquines y rabo de toro.

* Profesora