Nuestros capitulares andan cambiando el reglamento para la concesión de las distinciones municipales, en ese difícil equilibrio entre la inicitiva popular y el respaldo corporativo que no quiere estar encorsetado al dictado de aquél; nótese el demérito de quien fuese avalado por multitud de firmas y no reconocido públicamente, o la tesitura de un reconocimiento institucional vacío, que no vaya arropado del calor y el sentir popular. Y si bien en numerosos colectivos se propone y hasta avalan distinciones, el hecho de destacar a alquien, persona o entidad, por encima de los demás supone un gesto de calificación comprometida, pero necesaria. Necesario, porque siempre necesitamos de modelos de conducta. "Las palabras mueven pero los ejemplos arrastran" significaba un viejo adagio latino. Reconocer a quienes hacen más llevadera la vida a los demás, desde su sacrificio personal, desde su apuesta en valores, desde su logros profesionales, es una obligación de toda comunidad que, además, no puede extenderse al último cantante de moda del pueblo ni al ricachón más influyente, según los valores que queramos premiar. Distinción que en ámbitos sectoriales o privados puede aquietarse a criterios establecidos libremente, pero que cuando se trata de reconocimientos oficiales debe seguirse un proceso de escrupulosa transparencia, mesurada ecuanimidad y unánime consenso, donde puedan ser los representantes políticos directamente o, por qué no, a través de comisiones mixtas expresamente designadas en las que se integre también a reconocidos miembros de la sociedad civil, quienes propongan a los mejores candidatos en los que la mayoría nos podamos sentir reflejados. Mejor esto que llamar a un 906 para elegir o descartar elegibles por aclamación popular. Y distinciones siempre en positivo. Nunca he sido partidario de esos acuerdos plenarios de nombramientos nefastos, en los que se marca con una cruz de "non grato" a quien nos pudo ofender. Ante eso, la mejor respuesta es el desprecio de la indiferencia. Y entre voluntarios de honor, insignias de oro, potros de metal, cofrades ejemplares, cordobeses del año o andaluces distinguidos no podemos perder de vista que, el mejor, suele estar siempre en el anonimato, en el esfuerzo pocas veces reconocido, en la abnegación lejana al boato y los oropeles.