La guerra civil fue la gran exterminadora de hábitos y costumbres de la España que arrancaba Cádiz. El ciclón de la contienda lo arrasó todo. Amistades y fratrías literarias, de suyo infirmes, no resistieron la prueba de fuego a que el desgarro del país las sometió.

En las conmemoraciones centenarias de algunos de los primates de la generación del 27 --Lorca, Cernuda, Alberti...-- se ha hecho un silencio de muerte en torno a las fuertes discrepancias y a los ataques inmisericordes que tuvieron como protagonistas a la mayor parte de sus miembros. El autor de Ocnos llegó a provocar por su alineamiento político la condena más severa de sus antiguos maestros en la Universidad Hispalense, Pedro Salinas y Jorge Guillén. En el rico y --literariamente-- delicioso epistolario de estos espíritus gemelos en la visión estética y enfoque de la vida y el arte, las censuras sobre la conducta del sevillano alcanzan, a las veces, un tono acerbo, sobre todo en la pluma del más mesurado de esta eximia pareja, el autor de Cántico. El comportamiento humano e ideológico antes y, en especial, después del exilio inglés y americano de Cernuda se verá sometido, en las misivas de entrambos transterrados en USA, a una radical descalificación moral. Alberti le acompañará también en este juicio, con tonos si cabe más acusados y traspasando, en ocasiones, las fronteras de su cotización poética, infranqueables en el caso del primero. Ligereza invencible, irresponsabilidad congénita y oportunismo táctico siluetearán la figura del impar cantor de la bahía gaditana en las cartas intercambiadas, en su destierro yanqui, por uno de los binomios más egregios de la literatura española, forjados en el clima tolerante y liberal de los comienzos de la pasada centuria.

Naturalmente, ninguno de los dos quedó a salvo de la fustigación personal y artística a manos tanto de Cernuda y Alberti como de varios otros poetas y críticos obligados igualmente a la expatriación en Méjico, Argentina, Chile o Colombia; por no recordar los dardos jupiterinos y viperinos que Juan Ramón dirigiera a entrambos, con particularidad, a Guillén, su antiguo y rendido admirador, al igual que Salinas, en el que la afección y estima iniciales hacia el autor de Platero y yo fueron aún más peraltadas. Las almas tremantes de los dos poetas-catedráticos --invertidos los términos en la pluma juanramoniana...-- se remecieron frente a unas descalificaciones que les parecían dictadas más por los prejuicios políticos y la llamada de la envidia que por principios de pura literatura. En contadas ocasiones, su contrataque --privado y muy excepcionalmente público-- fue ad hominem, pero cuando así ocurriera, la antología del dicterio, tan copiosa en nuestras letras, cobró algunas de sus mejores peizas...

Conocidas, claro, por gran parte de la crítica, ninguna de ellas se ha exhumado en los centenarios suscitadores de estos apuntes. Si ello hubiere respondido al criterio de deslindar al autor de su obra y no empañar así refulgencias y valores estrictamente literarios, tal posición sería desde luego discutible. Mas si, como son actitud y talante arraigados en la sociedad española, habríase debido a la hipocresía de aparentar falsos armonismos y aún más engañosas identidades políticas o ideológicas, su reconvensión será o tendría que ser muy acre.

En último extremo, la democracia se sustenta de la autenticidad y rechaza la opacidad, se amista con la crítica y se distancia del simulacro, se hermana con la verdad y se separa de la manipulación. Frente a más oxígeno ético, convivencia más saludable y fecunda.