Michael Mann, el director de El último mohicano (1992), Heat (1995), El dilema (1999), y tantas otras producciones, vuelve a la escena cinematográfica con un filme sobre un determinado período de la vida de Enzo Ferrari, a partir del guion escrito por Troy Kennedy-Martin, basado en el libro de Brock Yates.
Estamos en 1957, y el expiloto de carreras y ahora dueño de una escudería, al cincuenta por ciento con su mujer, vive una crisis un tanto al límite. En las dos tramas que se articulan en el relato, aparece la inminente quiebra económica y familiar del protagonista. Adam Driver construye un personaje muy comedido, caracterizado con alguna década de más, gracias al maquillaje y peluquería, contrastando con la pasión y el desgarro que imprime Penélope Cruz a su papel, el de una mujer que ha perdido un hijo y no remonta anímicamente. Es extraño que la pareja mantenga uno de los primeros diálogos en italiano, en la versión original, para luego no dejar de hacerlo en inglés. Algo inexplicable, un fallo de dirección, entiendo.
Es cine como de antes, de hace mucho tiempo, cuando el único idioma que imperaba en el séptimo arte era el que marcaba Estados Unidos. Al margen de esto, que chirría bastante, los 130 minutos se pasan sin cansancio, pues las carreras automovilísticas están filmadas con oficio, incluso algún accidente impresiona. Asimismo, la disyuntiva que atraviesa el protagonista, con una esposa deprimida, que puede ser la salvación económica de la escudería que regentan, mientras desconoce la existencia de la amante y un hijo que no termina de reconocer para dar su apellido, podría mantener interesado al espectador, gracias a un lenguaje cinematográfico bastante clásico y sin estridencias. Al final, todo se reducirá a una apuesta, pues se lo jugará en una única competición, la carrera de las 1000 millas a lo largo de toda Italia.
Por tanto, lo íntimo se entremezcla con la vida profesional de quien da título a esta película que, pese a no ser lo mejor de su director, se deja ver gracias a sus intérpretes.
