E n 1897, Unamuno cumplía 33 años y ya era catedrático de griego en la Universidad de Salamanca (la que llegaría a ser «su» Universidad) y había publicado ya En torno al casticismo (1895) y saldría Paz en la Guerra, su primera novela (1897), pero para mí ese año y el siguiente (1898) son los de su «polémica amistosa» con Ángel Ganivet, el gran escritor granadino, con las cuatro cartas (dos y dos) que se publican en El Defensor de Granada, con carácter de acontecimiento literario-filosófico: Sobre el Porvenir de España, porque entre los dos hacen una radiografía del ser de España que ningún otro pensador o escritor español ha superado. Por ello, es una pena que los españoles de hoy apenas sí la conozcan.

«¿Qué es España?, ¿Hacia dónde va España?, ¿Qué va a ser de España?, ¿Qué camino debe seguir España?, ¿Qué hacemos con España?, ¿Tiene solución España?, ¿Cuál es el problema de España?, ¿Qué porvenir le espera a España?», se preguntan los dos, eso sí, angustiados y pesimistas por lo que ven a su alrededor: una España en guerra contra los Estados Unidos que se hunde y un pueblo que ha perdido el orgullo de ser español y se recrea en la ignorancia y la miseria.

«Duele decirlo -escribe Unamuno-, pero hay que decirlo, porque es verdad: después de cuatro siglos de utopías y aventuras quijotescas, España se ha desangrado y expira como el bueno de Don Alonso Quijano… ¡ahora habrá que comenzar de nuevo y hacer entre todos otra España…!. Lo difícil es saber qué España tendremos que hacer o cual será el porvenir de España».

«Ante la ruina espiritual de España -responde Ganivet- hay que ponerse una piedra en el sitio donde está el corazón y hay que arrojar aunque sea un millón de españoles a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los puercos».

¡Dios, y esto lo escribe Ganivet en 1897 «... y hay que arrojar aunque sea un millón de españoles a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los puercos», ¡cuando no podía saber lo que iba a pasar en 1936-39!

Pero sigamos. Escribe Unamuno: «El problema de España es que ha dejado de soñar y se ha encerrado en la sensatez ramplona… Hemos asesinado a Don Quijote y nos hemos vendido no a Sancho Panza -que hubiera sido acaso la salvación-, sino al pancismo de los mediocres y a la moderación de los ignorantes. ¡no habrá porvenir si antes no acabamos con la moderación y hacemos la revolución de la verdad!».

Y Ganivet lo ve claro: «Yo creo a ratos que las dos grandes fuerzas de España, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van dislocadas por no querer entenderse, y de esa discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto; y a ratos pienso también que nuestro país no es lo que parece, y se me ocurre compararlo con un hombre de genio que hubiera tenido la ocurrencia de disfrazarse con careta de burro para dar a sus amigos una broma pesada».

Una gran claridad

Y don Miguel cierra los ojos y ve el futuro: con una claridad que impresiona, leídas hoy sus palabras: «No me cabe duda de que una vez que se derrumbe nuestro imperio colonial surgirá con ímpetu el problema de descentralización, que alienta en los movimientos regionalistas… Cuando el País Vasco, mi país, Cataluña, Galicia y quizás Andalucía se den cuenta de que Castilla ha renunciado a la dirección espiritual de España y absurdamente aspira a encerrarse en sí misma… entonces, yo estoy seguro de ello, los vascos, los catalanes, los gallegos y hasta los andaluces querrán emanciparse de la tutela central y vivir ellos su propia peripecia…»

«Nosotros los vascos tenemos fama, como usted me lo recuerda de conservarnos más puros. No sé si esto es verdad, solo sé que para que esa idea se haya difundido ha servido el que hayamos tenido la felicidad de ser un pueblo sin historia durante siglos enteros. La historia nos ha velado, con su falsa perspectiva, un hecho que creo se cumple en los demás pueblos peninsulares. Y por no haber tenido historia y sí vida pública sub-histórica, mi pueblo vasco ha combatido a las libertades individuales, atomísticas, luchando por las sociales…»

«La historia, la condenada historia, que es en su mayor parte una imposición del ambiente, nos ha celado la roca viva de la constitución patria, la historia, a la vez que nos ha revelado gran parte de nuestro espíritu en nuestros actos, nos ha impedido ver lo más intimo de ese espíritu».

¡Ay!, pero también Ganivet habla de los regionalismos y dice: «He estado tres veces en Cataluña, y después de alegrarme la prosperidad de que goza, me ha disgustado la ingratitud con que juzga a España la juventud intelectual nacida en este periodo de renacimiento; a algunos les he oído negar a España. Y, sin embargo, el renacimiento catalán ha sido obra no solo de los catalanes, sino de España entera, que ha secundado gustosamente sus esfuerzos. En las vascongadas solo he estado de paso; pero he conocido a muchos vascongados; los más han sido bilbaínos, capitanes de buque, y estos son gente chapada a la antigua, con la que da gusto hablar; los que son casi intratables son los modernos, los enriquecidos con los negocios de mina, que no solo reniegan de España y hablan de ella con desprecio, sino que desprecian también a Bilbao y prefieren vivir en Inglaterra. El motivo de estos desplantes no puede ser mas español; es nuestra propensión aristocrática: en cuanto un español tiene cuatro fincas necesita hacer el señor; vivir lejos de sus bienes, contemplándolos a distancia y cobrando las rentas por manos de un administrador».

Murieron de pena

¡Ay!, la pena es que aquellos dos grandes hombres murieron de pena, el uno, Ganivet, se suicidó con España en la cabeza, y el otro, Unamuno, lamentándose de «las inauditas salvajadas que están cometiendo las hordas marxistas, rojas, y que exceden toda descripción... Es el régimen del terror. España está espantada de sí mismo» (al francés Jérme Tharaud) y pocos días más tarde al periodista Kazantzakis: «En este momento crítico del dolor de España, sé que tengo que seguir a los soldados. Son los únicos que nos devolverán el orden» y en Salamanca: «venceréis, pero no convenceréis»… Y el 21 de noviembre, con un pie puesto ya en el estribo, escribe a Lorenzo Giusso: «La barbarie es unánime. Es el régimen de terror por las dos partes. España está asustada de sí misma, horrorizada. Ha brotado la lepra católica y anticatólica. Aúllan y piden sangre los hunos y los hotros. Y aquí está mi pobre España, que se está desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo».

Lo cierto es que España se debatía entre el ser y no ser, dando pasos a lo loco y sin saber qué camino seguir, a pesar de los canticos de sirena de las clases políticas y de las «soluciones» que los partidos dicen llevar en sus alforjas.

Y mientras «Don Miguel» piensa sobre el porvenir de España, Alfonso XIII escribe en su Diario estas proféticas palabras: «En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de mucha trascendencia tal y como están las cosas; porque de mí depende si ha de quedar en España la Monarquía o la República. Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando la patria, cuyo nombre pase a la historia como recuerdo imperecedero de su reinado; pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros, y por fin, puesto en la frontera…».