Seguimos inmersos en una pesadilla que, a pesar de los avisos, nadie supo prever ni dimensionar, por más que los datos y las consignas oficiales dejen por fin algo de lugar a la esperanza. No todo puede ser presión; incluso los más fuertes necesitan de un respiro. Llevamos ya muchos días de confinamiento, náufragos de nuestras propias vidas, en los que nos hemos redescubierto mientras asistíamos aterrorizados al avance de la enfermedad, las dificultades para contenerla, y el incremento de las cifras. En este tiempo hemos ampliado de forma importante nuestra galería de héroes anónimos; arrostramos desde casa pero con bríos nuevos la épica de lo cotidiano; disfrutamos de momentos inéditos de vecindad y familia; incrementamos el rechazo al morbo y la manipulación desplegados por televisiones y periódicos; aumentamos nuestra dosis de cabreo cuando nos asaltan de forma reiterada con esa paternalista y prolija retórica de toque populista que nos deja más desinformados e inquietos que antes; empezamos a temer, casi en la misma medida que lo deseamos, el momento de volver a la calle, que ahora nos atemoriza como símbolo de enfermedad y amenaza. Lo haremos algún día, tambaleantes y desnortados, a la manera de zombies que regresan de un mundo crepuscular y agónico, y han de enfrentar otro que les es desconocido, gobernado por la miseria moral, la autocracia, la descoordinación y la más abrumadora de las incertidumbres. El que existía cuando nos confinaron, ése en el que -a pesar de las penurias arrastradas de la crisis de 2008- el hedonismo, el derroche y un salvaje carpe diem eran la norma, habrá dejado paso a otro diferente e imprevisible, al que habremos de adaptarnos fajándonos con denuedo y sin excepción en su reconstrucción. Los índices de empresas cerradas, empleo destruido y familias sin ingresos serán tales, que produce escalofríos sólo pensarlo. Tornaremos así a los comedores sociales, se hundirá el mercado inmobiliario y de alquiler, bajará el consumo y la capacidad emprendedora, se potenciará de nuevo la cultura del subsidio, tardará en volver el turismo, etc. Perspectivas nada halagüeñas que, sin embargo, lejos de desmoralizarnos deberían servir como estímulo. Nadie debería salir de esta crisis como entró en ella. Si sabemos lo que va a ocurrir, convendría que nos fuéramos preparando -incluidos los jóvenes, porque el futuro es sobre todo de ellos- para volver a la vida bien provistos de fuerza, coraje, actitud de superación y de iniciativa, capacidad de trabajo y de sacrificio, rigor, solidaridad e imaginación, corrigiendo errores y excesos; listos para reivindicarnos de nuevo y evitar que el reparto de cargas sea de verdad equitativo, sin penalizar a quienes lo han hecho bien en favor de quienes viven del cuento a cambio de un voto.

Huelga decir que ante esa nueva y un tanto desconcertante perspectiva volverá a ser vital el papel que desempeñen nuestros gobiernos. De ahí que, una vez superadas las barreras de prudencia, respeto y solidaridad levantadas generosamente durante el transcurso de la pandemia, será llegada la hora de pedir responsabilidades y exigir otro nivel de respuestas. Clama al cielo comprobar cómo en medio de la debacle nuestros responsables políticos han sido incapaces de prescindir de cuotas de poder, partidismos o ideologías, en beneficio de decisiones compartidas, de una mesa o mesas de salvación nacional conformadas por lo mejor de cada casa: hombres y mujeres con experiencia de gobierno, madurez, sabiduría y perspectiva que, estoy seguro de ello, no habrían tenido el menor problema en trabajar juntos para enfrentar tan grave crisis. Mejor, en cambio, aprovechar para hacerse a la callada con los resortes del poder, mientras permanecemos en arresto domiciliario. Asistimos cada día a derroches de incompetencia, narcisismo e improvisación, a peleas internas que evidencian un riesgo terrible de deriva ideológica. Vender ejemplos casi paradigmáticos de autoritarismo y culto al líder como ejercicios prístinos de pura democracia demuestra hasta qué punto funciona el sistema de propaganda, lo bien engrasados que están los ejes de la intoxicación, la ausencia preocupante y obscena de higiene periodística. Y España no merece esto. Cuando volvamos ahí fuera afrontaremos la coyuntura más dura y compleja desde hace muchas décadas, desafío crítico para unos políticos que difícilmente sabrán estar a la altura. Todo podría quedar minimizado si se trabaja desde la unidad de acción y una perfecta y consensuada planificación, olvidando disensiones, odios y enfrentamientos; pero antes sería imprescindible ejercer la autocrítica y asumir responsabilidades. Como con el covid19 nos jugamos la diferencia entre lo que podría haber sido y lo que en realidad está siendo. Mientras tanto, España debe ponerse de luto riguroso. Está perdiendo de golpe, en soledad y cruelmente silenciada, a la mejor generación de su historia reciente.

* Catedrático de Arqueología UCO