La conciencia del ser humano como especie va pareja con la humanización del reino animal. Ya se aprecia en el carácter totémico de las pinturas rupestres; o en la ligazón con la trascendencia que se dibuja en el mito griego --con centauros como tutores de héroes, o faunos como iniciadores de parrandas-- o en la vis atractiva de las divinidades egipcias --cuerpos humanos y cabezas de halcón, chacal o cocodrilo para regir el destino del universo--.

Casi al mismo tiempo se desplegó el carácter pedagógico de esta simbiosis, con la fábula como instrumento de la narración y la moraleja como su profeta. De ahí hacia su escorado infantil apenas mediaba una miaja, ayudados por la revisión eterna del cuento y la imaginación de Andersen, Perrault o los Hermanos Grimm. La eclosión, ya se sabe, se produjo en el siglo anterior, con unas orejas de ratón redondas que siguen siendo uno de los grandes iconos de nuestros tiempos. Claro que no todo es color de rosa en esta asociación. Orwell ya tiró de una agria simbología para deconstruir a Hitler y Stalin, campeando como especies alfa en un establo. Y una novela gráfica describe como pocas el Holocausto, donde las víctimas de los campos de concentración tienen cabezas de ratones.

Pero la realidad sigue siendo otra cosa. Sin perjuicio de los avances de la conciencia animalista, el ser humano está en el vértice de la cadena trófica. Y cuando una epidemia afecta a una colonia animal, se actúa sin contemplaciones. El último y significativo ejemplo lo encontramos en Dinamarca, donde las autoridades han decidido sacrificar 17 millones de visones por una mutación del coronavirus que potencialmente podría transmitirse al hombre. Diecisiete millones es una cifra brutal, que reverbera las pupilas con los efectos de una animación manga. Pero aún quedan nueve millones para alcanzar la aberrante cifra barajada en un chat de jubilados del Ejército. Veintiséis millones de fusilamientos para ser tan expeditos como la amenaza de los visones. La fundamentación es tan sarcásticamente sabia como el refranero: Muerto el perro…

Así no. No se puede desmontar por cuatro jodidos calentones el prestigio que habían adquirido las Fuerzas Armadas entre los españoles. Una de las instituciones que alcanzó un giro de mayor reputación con la democracia, alejada de esa estela de alzamientos y espadones que empezó a fraguarse con las reformas en el estamento castrense que hizo el primer Gobierno socialista. No tomen el nombre del Rey en vano. Felipe VI no es Alfonso XIII, un monarca que, precisamente hizo en nuestra ciudad uno de los más ostentosos guiños para orear una asonada. No entren al trapo de quienes, por intereses espurios, quieren zarandear el régimen constitucional. En el 78, los españoles no éramos unos indígenas a los que querían engatusar la libertad con cuentas de vidrio. Con todos los respetos a los indígenas, pero también a una de las Naciones, y pese a sí misma, con más raigambre.

Desde hace demasiado tiempo se viene practicando un ejercicio de polarización que intenta minar el amplio espectro de la moderación constitucional. Con o sin propósito de enmienda, Iglesias juega a ser Milosevic y a practicar una peligrosa balcanización donde los intereses propios y los generales parecen llevar la mixtura del agua y el aceite. Una bicoca para henchirse de defender la Constitución española para los que, por el espectro derecho, más la despreciaron. Este es un tiempo nuevo, donde la osadía puede llevarnos al precipicio o a enderezar la convivencia de los pueblos de España. Pero estas Fuerzas Armadas, que han juramentado la Constitución y han interiorizado los patrones de las democracias occidentales, nunca más podrán tratarnos como visones.