Cuánto me he reído amargamente de mi artículo del año pasado Felices Años 20. Publicado más o menos por estas fechas, era una emoción en carne viva por los buenos días que vendrían, esas noches de sol espumeante con luces de champán en las cornisas de una madrugada interminable. Sí, en plan celebratorio Scott Fitzgerald. Dentro de mi optimismo definitivamente alucinado o demasiado entusiasta, el 2020 iba a ser el comienzo de una corte de los milagros intimista, pero también pública, porque los Felices Años 20 habían regresado con nosotros sin presagios oscuros de derrumbe y todo sería la fiesta parisina de un pasado recuperado en nuestro pensamiento, en las nuevas caricias de los cuerpos tras bailar un fox-trot, en un brindis coral a este lado del paraíso. Ni siquiera nos dio tiempo a proclamarnos hermosos y malditos: solo un par de meses después ese eco escuchado desde China como una noticia exótica y lejana se convertía en verdad. Y entonces comenzaba el fin de todo cuanto nos prometimos, con un presagio oscuro que ahora tiene una cifra, no por esquivada mucho menos real, que se aproxima a los 70.000 muertos únicamente en España. Cuando todo se destapó, aunque antes ya se barruntara algo de Wuhan -más tarde, tras habernos lanzado a las calles jaleadoras del 8-M, Fernando Simón admitía que estaban trabajando a destajo contra el virus desde enero-, supimos que todo ese optimismo nos había salido por la culata, un poco como a Gatsby cuando vuelve a su casa y el marido celoso lo confunde con Tom Buchanan, le dispara en la espalda y su cuerpo se hunde en la piscina, con ese brillo rubio sobre el fondo y su sangre azulada.

Uno lleva toda su vida gozando con el mundo de Fitzgerald. Al final un hombre tiene un tiempo determinado de horas de lectura, porque lo habitual es que también te guste hacer otras cosas además de leer: y algunas, mucho más. Y se van creando universos en tu imaginario, que te acompañan desde la adolescencia en adelante. Tengo que decir en mi defensa que, en mi caso, era fácil caer en esa seducción tan Happy twenties, como si los cuentos del jazz pudieran ser escritos otra vez y las chicas aún entraran en las fiestas con collares de perlas hasta sus rodillas, cigarros de boquilla, diademas luminosas y labios prometiendo el final del invierno. Stefan Zweig nos enseñó en varias de sus novelas cortas que no se puede volver al pasado ni enaltecerlo como lo que no ocurrió, pero volvemos a pisar ese mismo jardín con música de orquesta tronando en la ventana y fuegos de artificio en los ojos acuosos antes de explicarnos que no saben amar. Y a pesar de todo eso, uno leía que empezaba la década de los años veinte y soñaba de nuevo con Daisy y con Nick Carraway, con Hemingway en París o los poemas perdidos de Felton por el Sena.

Uno siempre acaba siendo un sentimental o demasiado romántico, que es casi el mejor insulto que se puede escuchar. Y nada había ocurrido, o todo ocurrió tan sólo en mes y medio, antes de que se acabaran los paralelismos con el brillo de bailes que jamás llegarían. Y luego la fiesta fue atiborrarse de pasteles en el confinamiento o descubrir las bondades psíquicas de cada denominación de origen de los vinos españoles. Es decir: nada de lo que aparecía en mis deseos para este año por fin finiquitado se había hecho real, sino mucho peor. Por eso se ha brindado con pasión por su último minuto.

Sin embargo, a pesar del dolor de los familiares y amigos de los fallecidos, a pesar del serial sin plataforma de la gestión nefasta de las cifras y posterior prevención de la pandemia -y lo que vendrá-, respetando el sentimiento de todo el que no quiera volver la vista atrás, creo que algún aspecto positivo también podría extraerse de este año. Intimista y humano, este año nos ha devuelto la individualidad -no el individualismo, que siempre estuvo ahí- y la necesidad corpórea del cariño. De tocarnos, de estar. Por mucho que se avance en la tecnología de la suplantación, la corporalidad acaba siendo vértice y sistema en la emoción más auténtica. No lo que querríamos sentir, ni tampoco lo que nos gusta aparentar que sentimos: sino lo que podemos encontrar en nuestra más suprema soledad.

Eso hemos ganado: una necesidad radical de encontrarnos. Hemos vivido la devastación que nos dejó desnudos en una fiesta distinta y delicada: el dry martini discreto del abrazo. Saber quiénes nos quieren de verdad, y borrar el pasado. Así que ahora a vivir el minuto. Y sobre el 2021: prudentemente al acecho, vamos a por él.

* Escritor