Algunas veces tengo una sensación de bloqueo mental que suelo remediar proyectando mis pensamientos sobre mis alumnos. Como son ellos los que me sufren habitualmente, podemos decir sin miedo a equivocarnos que ya están hechos a mis disquisiciones y desvaríos tan poco asignaturescos.

Estos días me debato entre la desesperación, el cabreo, el asco y podría seguir... pero también ha aparecido en mi interior un atisbo de esperanza, una luz, un espacio abierto a lo positivo, al optimismo. Mis lectores habituales me califican, y no les falta razón sobrada, como un articulista distópico, es decir, un articulista anclado en la catástrofe, desesperanzado, pesimista. Para defenderme tampoco necesito estructurar una realidad distinta a la que se ve, a la que vemos todos. Simplemente les invito a que observen. Una panda de sinvergüenzas nos gobiernan (unos pocos ya son todos), una panda de conformistas nos dejamos gobernar y entre una panda y otra panda, tenemos una masa de jóvenes, ¡madre mía qué masa de jóvenes! A los que consideramos útiles para el estudio, buenos, con unos valores cívicos bien fundamentados les invitamos a que se marchen de este país para labrarse un futuro que ya no es tan cierto como hace pocos años; y a los que no, los dejamos que se ahoguen en su alcoholismo de fin de semana (y a veces se lo servimos en bandeja los adultos) y otras lindezas para que algunos, aún por fortuna los menos, acaben formando parte de alguna manada de canallas cobardes en cuyo curriculum vitae sólo figuran los términos violación, abuso, vejación, maltrato y de ello encima se vanaglorian intercambiando entre ellos mismos sus «hazañas» para conseguir, imagino, el puesto de capos de la hijoputez, porque no se me ocurre otro nombre más apropiado. ¿Es para ser distópico o no es para ser distópico?

Pero he ahí o mira tú por dónde que de repente cae en mis manos la lección jubilar pronunciada el pasado 24 de abril en la Universidad Carlos III de Madrid (menos mal que no ha sido en la...) por mi buen amigo el teólogo Juan José Tamayo, catedrático emérito de Historia y Ciencia de las Religiones, quien, no sé si será por la edad o más bien, creo yo, por la lucidez que desde hace muchos años le acompaña y que yo no poseo, me golpea cariñosamente en la sesera invitándome a despertar o a dejar que dentro de la propia distopía se abra paso la utopía. Reconozco que ambos términos los he tomado prestados de su discurso. Sé que él me lo consentirá. Que la situación social, económica, cultural, educativa, política, religiosa, etc., en este país nuestro de cada día, no sea todo lo positiva que quisiéramos no significa en modo alguno que no pueda tener su lugar el no-lugar, la utopía, esa actitud optimista que, como afirma Tamayo, «se pregunta por el sentido de las acciones humanas, no se conforma con la realidad y extrae de ella lo más espumoso y creador que posee y tiene la mirada puesta en la la meta». La esperanza siempre, siempre, tendrá razones que jamás comprenderán ni la política corrupta, ni esta economía que nos ha dejado a la inmensa mayoría de los españoles en un saber no sabiendo, ni esta sociedad en la que seguimos siendo capaces de asesinar a una mujer, o a un hombre, o a unos niños inocentes. Somos capaces de una sociedad mejor de la que tenemos, de un mundo mejor que el que estamos construyendo. Estamos preparados y capacitados para mantener ilusiones sin despegar los pies del suelo. No somos tan malos como a veces nos parece. Precisamente la libertad en la Historia como meta sólo es realizable si se mantienen abiertas de par en par las puertas de la esperanza, de la Utopía de otro mundo mejor y posible.

* Profesor @AntonioJMialdea