Marcial se levantó temprano. Como siempre. Con el primer sorbo de café inspeccionó el cielo recién amanecido: ni rastro de nubes. La muchacha del tiempo que tanto explica y explica había puesto agua, pero de agua nada. Y el pasto secarrón. Y el pienso cada vez más caro. Y sesenta cabras más que le iban a venir tan largas como le dijo Dioni, la madre que parió al demonio. Terminó el café y llamó a la perra. Mucho tardaba. En algo andaría, ¿dónde te metes?, tira que nos vamos.

Aquella mañana tenía una cita, una cita a la que no iba a acudir. Durante la noche había estado reconcentrado, dándole vueltas a la cabeza, rememorando todas las veces que se había apostado lo que fuera con Dioni donde Vilches, me juego lo que quieras a que no te la pagan a más de uno veinte, reviviendo cada ocasión en la que Dioni había acertado y lo había dejado en mal lugar dándoselas de fino, uno con diez, ¿te lo dije o no te lo dije? En vez de ir adonde tenía que ir cogió el camino de la casilla. Como cada mañana. No podía estar allí mucho tiempo. Sabía que irían a buscarlo cuando los minutos fueran pasando. Lo justo: comprobó que todo estaba en orden y rellenó solo los comederos que estaban vacíos. Luego iría Román para el ordeño y el resto de faena. Se quitó de en medio rápidamente. El móvil apagado, la moto arrancada, un silbido a la perra.

Fue a la laguna. Estaba mejor de lo que esperaba. Por allí sí había caído más de un chapetón, incluso había partes con la corriente rizada. La perra puso la manta perdida de salpicones. Estuvo allí echado, inquieto, dejando pasar cada ratito en el que estarían aguardando su llegada. Enumeró varias afrentas de Dioni para perseverar en su incomparecencia, el día que se empeñó en llamar a la comunidad de regantes en su nombre y consiguió delante del Renco y de Garci lo que él no había conseguido, si es que cuando tú vas yo ya estoy volviendo, Marcialín...

Fue a la venta de Chafales. Llevaba años sin parar allí. A parecer el negocio se le había ido a hacer puñetas desde que pusieron la autovía. Allí seguía Chafales, renegando, las piernas más arqueadas, la media tostada de pan pan, los tirantes.

Fue hasta Villar. Estuvo en misa de una. Llevaba una eternidad sin pisar iglesia. Se tomó un par de cervezas. Con las tapas ya casi que comió.

Volvió a la laguna. Se echó la siesta. Lo despertó la perra sacudiéndose. Las seis. Madre. El sobre. Buscó el sobre con las papeletas. Ya sí. Ya había que volver. Ya había que llegar como si nada a la casa del ciudadano. Ya había que explicarle a Dioni, presidente de la mesa electoral, que se le había ido el santo al cielo, que al despertarse no había caído en que las catorce personas del pueblo llamadas a las urnas habían quedado en votar a las mismas nueve para cerrar el colegio lo antes posible y aprovechar el domingo, no te pongas así, Dioni, ya me gustaría a mí tener la cabeza que tienes tú...

* Profesor del IES Galileo Galilei