En el inexorable avance hacia la digitalización, acaso no les falte razón a quienes pronostican que las necrológicas serán el último santuario de la prensa escrita. Aplicaciones específicas para móvil las hay para todos los gustos, y no sería dificultoso descargarse una App en la que un ribete negro, allí donde se cuartea el protector de pantalla, ruegue una oración por el alma del difunto. Pero todavía son muchos los que prefieren desayunarse en la barra de un bar la moviola de las sábanas de un periódico. Porque de alguna manera, leer de atrás hacia delante un diario es homenajear fugazmente a los que se apean del camino y se apostan en una esquela.

Muy extrañas han sido las connotaciones del último obituario. En un mundo cabalmente sensibilizado ante la longeva supervivencia de los plásticos, resulta estremecedor ese cromático polímero hallado en una exhumación. Las cunetas de las carreteras españolas poco tienen que ver con el nilótico Valle de los Reyes. Aun así, en el ochenta aniversario del final de tan ignominiosa contienda, los desenterramientos siguen deparándonos trágicas sorpresas. Ella se llamaba Catalina Muñoz. Fue fusilada en el otoño del 36. Y pese a las paletadas de cal viva, entre la pelvis y la constelación de los huesecillos de la mano ha irrumpido un sonajero, tan intenso en sus colores como un desprecintado tablero del parchís. Catalina se llevó a la otra vida el juguete de su hijo, un crío de 9 meses que ahora tiene 83 años. ¿Quién dijo que, como en «Coco» y su Día de Muertos, no es posible el desquite lacrimógeno en tierras palentinas?

Enlazando con la cultura mexicana, la segunda esquela glosa una cruel astracanada. El finado se llamaba César González, pero su nombre de guerra era Silver King, aquel con el que se encaperuzaba en los cuadriláteros. Hay mucho de comedia de corralas en esa tragedia, el luchador que finge combates apocalípticos y cuyo oponente, y el mismo árbitro, entienden su quietud en la lona como un histriónico aturdimiento, y no como ese lobo que se esconde en las coronarias. Es la parábola del jornal de los sopapos, el responso por una aquiescente ineptitud, las risas entrecortadas por quienes no pagan por un cambio tan brusco en el guion. La vida y sus pequeños entierros.

Y para el final, la merecida pompa. Este es un país de grandes entierros, pero en esa ocasión no ha habido un ácimo de desmerecimiento. Los elogios de la práctica totalidad de la clase política dan una idea de la talla y la altura de Alfredo Pérez Rubalcaba. La excepción ha sido Vox, ultramontanos y faltos sus dirigentes de tacto político, pues incluso las voces nacionalistas han rendido homenaje a un personaje clave en el final de ETA. Ese meritoriaje habría sido razón suficiente para que el partido camufladamente verde se sumase al sentir general. Y precisamente, la Nación se construye con grandes hombres de Estado. Este país ni tiene letra en su himno, ni un Panteón de hombres ilustres, acaso porque nuestra filantropía y generosidad se mezcla con una conciencia de reñidero. Rubalcaba ha hecho méritos para ingresar en ese Parnaso; por haber engrasado los cigüeñales de la Transición y haber capoteado un bipartidismo en esos otros tiempos del cólera, marcados por la recesión, el populismo y el terrorismo islámico. La memoria es caprichosa con las historias no tan pequeñas. A don Alfredo no le hará falta ni un sonajero ni un antifaz para recordarlo.

* Abogado