Supongo que nos estará pasando a todos. Lo que antes de la pandemia eran situaciones cotidianas de encuentro con familiares, amigos, conocidos, o incluso presentaciones a desconocidos en las que procede el saludo formal, momentos que sabíamos manejar a la perfección, resulta que ahora nos enfrentan a angustiantes dudas sobre nuestra forma de actuación. Hasta el día en que se desató todo este dislate contábamos con unas pautas de relación que, más o menos protocolarias según el momento, eran mayoritariamente conocidas, aceptadas y compartidas. Salvo que la persona a saludar en un encuentro manifestase enfermedad infecciosa o se le apreciase una patente carencia de aseo personal, lo normal era no mostrar la más mínima aprensión al contacto físico con ella.

Este virus nos ha colocado a todos en situación de sospecha y recelo llevándonos a que la aprensión, antes casi inexistente, se haya convertido en una constante a tener siempre presente en nuestra relación social, algo que viene a sumarse al resto de incertidumbres que últimamente flotan sobre nosotros. Seguro que habrán podido constatar que en los recientes encuentros entre íntimos, o entre familiares que no conviven bajo el mismo techo, se produce un titubeo en los concurrentes cuando llega el momento crítico del saludo. En conjunto llegan a suponer que una actitud de distanciamiento preventivo al contagio puede ser tomada como prueba de falta de afecto y, simultáneamente, también llegan a suponer que expresar afecto con el roce habitual de la vieja usanza puede ser tomado como falta de consideración a las posibles consecuencias a ese contacto, por lo que quedan en el aire unos tensos momentos de duda que no siempre tienen el desenlace adecuado. Unas dudas de comportamiento que la OMS y las autoridades sanitarias pretenden resolver con recomendaciones y normas que prevean esas situaciones, pero que en la realidad a la que se enfrenta el ciudadano de a pie no suelen ser de tan sencilla aplicación. Además de costoso, no siempre es posible dejar sin estrechar una mano tendida.

Además de triste, no siempre es posible rechazar el abrazo de un amigo o el beso de un familiar. No todo el mundo tiene la ‘mano izquierda’ necesaria para salir airoso (a su pesar) de esos compromisos y cumplir las recomendaciones. Ha quedado demostrado que mascarilla y distanciamiento son la mejor combinación para prevenir el contagio, no cabe duda, pero también es cierto que se trata de dos medidas absolutamente contrarias a nuestro impulso natural. Aunque a veces lo niegue nuestra soberbia y nos coloque junto a los dioses, somos primates, y nada más necesario para un primate que el lenguaje transmitido a través de la expresión facial y el contacto. Es inherente a nosotros.

Para un ser humano, cubrir el rostro significa enmudecer y diluir nuestra identidad en el anonimato. Nada hay en nuestro cuerpo como el rostro para definirnos ante los demás y hacernos únicos. Lo hemos visto en burkas, capirotes, velos de duelo por viudedad, verdugos, terroristas, o máscaras rituales incluido el carnaval. Quien oculta el rostro oculta a la persona junto con sus sentimientos e intenciones. Somos seres sociales que nos relacionamos de manera empática y proyectiva usando para ello nuestras mejores herramientas, expresión y proximidad.

Incluso más allá del lenguaje, ¿cuántas veces habremos relatado una situación contando «…y entonces me acerqué con cara de…» póquer, enfado, alegría,…? Un mensaje que porta más contenido que llegar a decir algo. No deja de ser un añadido a esta tragedia que los remedios más eficaces para prevenir el contagio de la enfermedad, mascarilla y distanciamiento, nos resulten tan penosos y limitantes dada nuestra condición. Por ahora no nos queda otra que aceptarlo y esperar que pase pronto pero, cuando todo esto haya quedado en el recuerdo tengo la certeza de que será necesario analizar sus posibles secuelas.

* Antropólogo