Madrid, la ciudad de España con mayor número de licencias de taxi (más de 16.000, intrusos aparte) disfruta los últimos días del tráfico invernal más placido y bonancible de las últimas décadas. En las horas valle del día, muchas de sus calles y avenidas parece que hubieran adelantado un mes de agosto plomizo, frío y ventoso. Es casi lo único positivo --que no es poco para una ciudad asfixiada-- que trae esta huelga general y total del taxi que va para las dos semanas. Ha resultado que 10 o 12.000 mil taxis de media al día rodando por la ciudad eran los principales responsables de su atasco crónico. El Ayuntamiento aclara el porqué: mientras el particular que circula a diario por Madrid rueda escasamente 8 km. de media, el taxista que merodea por la calle buscando al cliente, rueda más de doscientos por jornada de trabajo y muchos más si corretea las 24 horas del día.

El paro patronal también --aquí no hay servicios mínimos que valgan-- muestra que su abusiva determinación en poco parece afectar al normal discurrir de la vida en la ciudad, o al menos la queja no aparece con claridad, ni los informativos se hacen eco de estrago alguno.

¿Vivimos mejor sin los pelas trotando por las calles? No, eso no. Es otra exageración, una nueva extravagancia de estos tiempos. El taxi es a las sociedades urbanas modernas como la farola a sus avenidas o el asfalto a las calles: inseparable. Ocurre, no obstante, que el tiempo presente, en el que las nuevas tecnologías y sus aplicaciones --tan prácticas como depredadoras-- ponen todo patas arriba, ha llegado a remover el monopolio del taxi, un sector regulado por normativas estatales y autonómicas, pero que vive con el ojo puesto en el ayuntamiento (al que amenaza si llega el caso) que le fija las tarifas.

Y ha puesto a todo el sector en lucha contra la nueva competencia VTC en las grandes capitales de Europa y americanas donde los hombres de un monopolio bien asentado y lleno de autopatronos disfrutan más de medio siglo de una posición laboral desahogada y se desenvuelven como clase media. Si, se ven amenazados y no soportan a los impecables coches negros que irrumpen en las cuidades prestando mejor servicio y a un precio tasado.

A pesar de haber demonizado esa competencia --«empresas canallas que no pagan impuestos y que utilizan mano de obra esclava»-- y porque la aceptación ciudadana de Cabify o Uber no deja de crecer, se lanzan a la calle y exigen con voz de bruto detener el nuevo tiempo tecnológico y digital que pone en manos del ciudadano un teléfono a través del cual concierta mil negocios, entre ellos, el del taxi. Porque exigir que este servicio se preste una hora después de ser solicitado es algo así como retrasar el vuelo del avión para que llegue antes el tren, o que a principios del siglo XX se hubiera dado preferencia al tiro de caballo sobre el automóvil de gasógeno.

Claro que la ruda respuesta del taxista --dos semanas en paro y sin caja de resistencia que sepamos-- no es más que un levantamiento ruidoso contra los costes sociales y laborales que el nuevo tiempo trae para su sector. La competencia, apoyada por el big data y el algoritmo, es tan potente que lleva a abaratar de forma insoportable los servicios y el salario. No hay una gran ciudad europea ajena a este conflicto; ocurre, sin embargo, que el nuevo cliente del taxi no está dispuesto a que le den lentejas sí o sí. Para continuar siendo un servicio público popular tendrá que consensuar con la realidad o empequeñecer y convertirse en la rueda que desplace a los únicos beneficiados de esta nueva revolución que son pocos pero muy ricos. Aunque da la impresión de que llegan demasiado tarde.

* Periodista