Querida Kenza, te escribo esta carta en una calurosa tarde que me imagino no será muy diferente a las de la otra orilla en la que vives. He sentido la necesidad de escribirte para contarte, para contar a todos, al menos parte de lo mucho que he aprendido contigo y con tus compañeros de Marruecos en el curso que hemos compartido en Córdoba.

Un curso que ha revuelto mis tripas y en el que incluso, por qué no decirlo, he llegado a emocionarme con vosotros y por vosotros. En fin, por mí mismo que no soy nadie sin los demás.

Si hay algo que no olvidaré nunca, y mucho menos tras haber redescubierto en estos días la importancia de la memoria para construir nuestra identidad, son tus palabras firmes. Lanzadas con agallas de león. Vividas como sólo pueden vivirlas las mujeres. Al menos ciertas mujeres. Las que, como tú, sois capaces de haceros a vosotras mismas a pesar de las trampas de un mundo hecho a partir de la costilla de Adán. De un mundo en el que seguís siendo el Sur del Sur.

Mujeres valientes que son capaces de romper con las raíces que atan y de colocarse en la cabeza las que dan alas. Porque como dijera en una ocasión Fátima Mernisi lo que importa no es lo que una mujer lleve encima de la cabeza sino lo que tiene dentro de ella. Mujeres que, como tú, tenéis la valentía de batallar en una cultura en la que seguís siendo "objetos sagrados". Sin voz. Sin piernas. Sin palabras. Esas que a pesar de todo no pueden silenciar los hombres cobardes que aún siguen llevando el timón de tu mundo y del mío. En tu mirada de dama curiosa y en tu verbo preñado de sueños reside el futuro de todas y de todos nosotros. Triste de aquél que no quiera verlo y no asuma de una vez por todas que o tendemos puentes o nos condenamos al naufragio más triste.

El que tantas veces hemos repetido en este país de expulsiones y de negación de los "otros". Esos otros que nos gustaría que siguieran siendo nuestros siervos pero, a ser posible, en la más absoluta de la invisibilidad.

Vosotras las mujeres sabéis bien de lo que hablo. Vuestra historia ha sido siempre una historia de expulsiones, de negación, de silencios, o sea, de invisibilidad. Por eso creo que tu ejemplo, el de todas las mujeres que te acompañan en la aventura de abrir ventanas y zurcir diálogos desde las voluntades recíprocas de acoger y de integrarse, es la mejor lección que me queda tras una semana en la que, a decir verdad, mi desasosiego ha crecido por días. Desasosiego por todo lo que queda por hacer, por todo lo que callamos, por todo lo que nos parece obvio y no lo es, por la falta de compromiso de muchos y muchas que parecen no haber asumido que el futuro será de todos o no será de nadie. Por tantas espinas que nos separan y tan poco ángeles que nos consuelan.

Esta tarde quieta y extraña quiero imaginarte en tu aula de Rabat. Hablando del mar que más parece un polvorín que un paraíso. De las mujeres y de los hombres. De tu mundo y del mío. De lo que yo también hablaré en mi aula cuando llegue octubre. Sintiendo que hay un puente entre tu Sur y mi Sur. Porque sé que si naufrago en una patera tú me enseñaras el camino de regreso a mi Sur. Mi Sur que es también el tuyo, como míos son también todos los pasos que tú des. Suerte, Kenza. No olvides que el mundo que quiero dejarle a mi hijo necesita mujeres como tú. Siempre recordaré que, entre lágrimas, me dijiste que ya estaba bien de palabras.

Que había que empezar a hacer mucho más para que de la rabia y la resignación pasáramos a la luz. La de ese mar que hemos convertido en muralla. La de un azul que nos permita oír la música y el silencio, la lluvia y los otoños. Los tuyos y los míos. Los de tu Sur y los de mi Sur.