Diría que esta es la Semana Santa más extraña de toda mi vida. Una Semana Santa sin santos, sin cofradías, sin procesiones, sin “oficios” y ceremonias en las iglesias, sin viajes ni vacaciones, sin turistas, sin libertad para salir a la calle, sin salud y sobrados de miedos, amenazados por una economía que se tambalea. Y todos con la pregunta de si los políticos podrán sacarnos de la situación penosa que nos amenaza. ¿Qué nos queda en pie, además de los miedos y peligros? A las víctimas del coronavirus y sus familias, salir de esta situación cuanto antes. A otras gentes, pasar estos días lo mejor posible.Y para quienes tenemos creencias religiosas, además de lo dicho. ¿Qué nos queda?

A los creyentes y las personas de buena voluntad, nos queda el Evangelio, que nos explica la razón de ser y lo esencial de la Semana Santa, que si no tiene en cuenta el Evangelio de la pasión de Jesús, es como un banquete presentado por camareros de etiqueta y músicas, pero un banquete en el que no hay comida. Algo positivo va a tener el coronavirus: obligarnos a todos a pensar a fondo en lo más profundo que tiene esta vida. La traición de Judas, la cobardía de Pedro, la condena a la peor muerte, ejecutado porque pasó por la vida haciendo el bien, la ambición de los sumos sacerdotes, que convirtieron la casa de oración en una cueva de bandidos, la agonía de Jesús, que le tuvo miedo a la muerte, como nos sucede a todos los mortales, la presencia de aquellas buenas mujeres que estuvieron cerca de la cruz hasta que le enterraron.

Muchas cosas podemos pensar en esta extraña Semana Santa. Yo me atrevo a sugerir, ante todo, que pensemos en que Jesús aceptó la función más baja que una sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado. Lo que nos viene a decir que este mundo tiene arreglo, porque tenemos en Jesús un ejemplo inmejorable. Y es así cómo, en este mundo en el que nos parece que Dios está ausente, quizás cabe una reflexión sobre el coronavirus desde una mirada al libro de Job. El libro es una discusión sobre Dios: Job sostiene que sus dolores son inmerecidos e injustos y, por tanto, o no son un castigo de Dios o es que Dios es injusto, no sabe qué hacer ni cómo explicar su sufrimiento... Los amigos acusan a Job de blasfemo y Dios criticará a éstos muy duramente por haber sostenido que el dolor de Job era un castigo de Dios, aclarando la idea pseudoreligiosa de que los bienes y males de este mundo son premios y castigos de Dios, que no solo es anticristiano sino que además generador de ateísmos, bastante lógicos en este contexto.

Valga como conclusión que, por escandaloso que sea el tema del mal a la hora de hablar de Dios, no puede explicarse haciendo del mal un castigo de Dios y del bienestar un premio, pues el creyente en Dios podrá decir que se fía de Él a pesar del mal, como confió Jesús.

* Licenciado en Ciencias Religiosas