Antes de que Brad Pitt protagonizase El extraño caso de Benjamin Button; antes de que Rocío Jurado rasgase la nostalgia de las playas chipioneras con el Qué no daría yo, Jardiel Porcela escribió Cuatro corazones con freno y marcha atrás, todo un rebobinado del pasado y una apuesta por un futuro lozano y desaprendido. En todos estos casos, hablamos de una atrayente moviola, sabedores que al tiempo solo se le puede vencer en un pulso imaginario. No obstante, lo vivido se asienta en muchas ocasiones en la soberbia del progreso, en ese desdén que, acaso falazmente, nos hace parecer más sabios, más fuertes.

Un claro ejemplo de esa jerga victoriosa es la que aplicamos a tanto niño grande, que ya peina canas o liposucciones, apuntando que parece que le ha dado el sarampión. Pues no. A partir de ahora va a vedarse aquella socarronería con una enfermedad de pantalones cortos y mimos añadidos para una infancia que se escapaba. Las autoridades sanitarias empiezan a barajar la vacunación masiva al espectro de población que tiene entre 40 y 50 años. Podría pensarse que este sucedáneo de plaga bíblica es una profecía autocumplidora de tanto invocar a la EGB. Mucho Madelman o chicle Bazooka, pero lo que vuelve es el termómetro de mercurio y dálmatas humanos con ronchas cárdenas.

No le echen la culpa a la melancolía, sino a esta tontuna generalizada que nos está tocando vivir. Parecemos olvidar el holocausto, y que pedirle sentido de Estado a los dirigentes políticos se antoja más antiguo que la tana. Sobrevuela una estúpida ligereza que lleva a acrecentar el movimiento antivacunas. Es el complot de las conjeturas de la automedicación, la tenebrosa tentación de confundir lo natural con la selección natural que, en cualquier caso, toleramos con lo ajeno, pero rechazamos para lo propio. Porque estos mismos que adoctrinan contra los males de la vacunación, son los que buscan la asistencia sanitaria para que enderece su robinsonismo.

Ya son cuatro los países europeos en los que la OMS ha retirado el marchamo de naciones libres de sarampión. Albania aún mantiene en el acervo común la impronta de las precariedades del estalinismo. Y las debilidades sanitarias de Grecia pueden asociarse a la enésima penuria del rescate. Pero también entra en ese club la República Checa. Y sobre todo, el Reino Unido que, en su inercia centrífuga, parece también salirse de la profilaxis. Curioso el caso de los gobernantes ingleses, tan recelosos respecto a la inmigración, cuando son ahora los británicos los que pueden exportar epidemias.

El sarampión es la metáfora de la desmemoria. Para los antivacunas, esos niños que cruzaron el Atlántico como portadores de anticuerpos contra la viruela, no se diferenciarían de otros personajes infantiles de los hermanos Grimm. Se acerca el otoño, y junto a buscar la pole position en los viajes del Imserso, una de las liturgias de los jubilados resulta acercarse a los centros de salud para vacunarse de la gripe. Tanta precaución para que pueda llevarnos por delante alguna de aquellas enfermedades infantiles acaso no extinguidas, pero convenientemente domesticadas. Todos por culpa de una ideología individualista que hipócritamente vende la acracia del propio cuerpo.

Ante ello, la epidemiología es la disciplina médica que menos se ruboriza en tratarnos como hormigas: lo colectivo primando frente a la voluntad individual, como ha sentenciado la Audiencia Provincial de Pontevedra, dando la razón al padre divorciado, que quería la aplicación a sus hijos del calendario vacunal. Créanse que pueda haber cuarentones que contraigan el sarampión. Y otros que, aunque no lo padezcan, no crecerán nunca.

* Abogado