En Occidente, a raíz del caso Weinstein y de los demás casos de abusos sexuales y de poder que han surgido, se está librando una auténtica batalla sexual. Batalla que por una vez parece que ganarán los buenos, o sea: los más débiles. Es una magnífica noticia, algo impensable hasta hace muy poco tiempo y que mejorará el mundo y lo convertirá en un lugar más seguro, más respetuoso, más igualitario y más estético. La idea de Weinstein en albornoz esperando a una mujer en una habitación de hotel para una supuesta entrevista de trabajo resulta espeluznante. Por su culpa, el hombre en albornoz ha pasado a sustituir en nuestro imaginario colectivo de lo cutre al hombre en gabardina que antaño recorría las calles de la ciudad.

Sin embargo, una vez hayamos escuchado y protegido (con leyes, con más educación en las escuelas, con visibilidad) a las principales víctimas de estos abusos, deberíamos ir con cuidado de que no hubiese también víctimas colaterales. La industria de los albornoces ya no tiene solución, pero tal vez habría que intentar que el sexo (consentido, buscado, deseado) y las fantasías sexuales no fuesen también víctimas de este proceso tan justo y necesario.

Qué nos gusta

No nos gusta que Harvey Weinstein nos abra la puerta en albornoz en una habitación de hotel para una entrevista de trabajo, pero nos gusta (cuando nos gusta) follar en hoteles. Nos gusta que quien nosotras queramos nos convierta durante un rato en un mero objeto de disfrute. Nos gusta que los hombres sean más fuertes y sentir que en algunos momentos nos pueden aniquilar (o nos gusta sentir que somos nosotras las poderosas y jugar a eso para obtener placer). Nos gusta que el sexo sea uno de los últimos reductos de libertad de nuestra sociedad. Nos gusta que sea un juego trascendental. Nos gusta mezclarlo con sentimientos. Nos gusta utilizar nuestro cuerpo, jugar con él y que jueguen otros. Es un instrumento de poder el cuerpo (como la cabeza), de libertad también, de igualdad. Nos gusta (cuando nos gusta) jugar a ser secretarias, o geishas, o ogresas, o astronautas recién aterrizadas en Marte, porque aunque no siempre seamos jefas en nuestra vida profesional, en nuestra vida privada lo somos siempre. Nos gusta que dentro del sexo consentido valga todo, incluso fingir que no es consentido. Nos gusta (cuando nos gusta) que los hombres que deseamos se acaricien delante de nosotras, pero se nos escapa la risa y el horror al imaginar al torpe de Louis C. K. pidiendo permiso para sacarse el pito delante de dos colegas de trabajo (no me extraña nada que a raíz de ese incidente una de las afectadas decidiera abandonar definitivamente el mundo del humorismo).

Incluso nos gustan (cuando nos gustan) los albornoces. Pero quítatelo ya. ¿Vale?

* Escritora