Puede decirse cualquier cosa si se dice a ritmo de rap? Imaginemos que, al término de un mitin, un joven sube al estrado y anuncia: «queremos la muerte de esos cerdos» (refiriéndose a los miembros de una asociación política de signo contrario al suyo); «le arrancaré la arteria y todo lo que haga falta» (aludiendo esta vez al líder de esa asociación); «qué pena que no haya cerca gulags como [en] Siberia»; «Bauzá debería morir en una cámara de gas». Creo que casi todos convendríamos en que tales manifestaciones parecen sobrepasar el derecho a la libertad de expresión. Pensamos que, en una democracia, y para defender uno sus ideas, no hay que ir por ahí amenazando con arrancar arterias, o quemar a personas, o asfixiarlas en cámaras de gas.

Pero imaginemos que esas frases las difunde el joven, a ritmo de rap, por un portal de Internet. Imaginemos que un tribunal le condena por ello. Es lo que ha sucedido con el rapero Valtònyc. Las críticas a la decisión judicial han sido casi unánimes; no solo por la gravedad de la pena impuesta, sino especialmente por el hecho de haber atentado, según tales críticos, contra la libertad de creación artística. Idénticos ataques ha merecido la decisión de retirar de Arco la obra Presos políticos en la España contemporánea. Se habla de regresión y oscuridad, de vuelta a la dictadura. Los más templados plantean el eterno debate sobre los límites de la libertad de expresión. Lo que yo me pregunto, sin embargo, es por qué lo que resulta condenable en la esfera pública (expresar el deseo de arrancarle la arteria a un adversario político) nos parece correcto en la esfera artística.

Forma parte del espíritu de los tiempos la consideración de la obra de arte como una realidad autónoma y soberana: un trozo de mundo que, por así decir, queda fuera de la jurisdicción de este mundo, en el sentido de que ningún criterio corriente puede adentrarse en los misterios de su inefable especificidad. En esto se asemeja a la religión, cuyo objeto Rudolf Otto caracterizaba como «lo supramundano en relación con todo lo de aquí, con todo lo natural y mundano». Desde ese punto de vista ni el juez, ni el Ifema, ni ninguna otra instancia tienen nada que decir acerca de lo que el arte propone, igual que nadie tiene nada que decir si mi religión me obliga a mutilar a mi hija. Arte y religión proclaman la intocabilidad de sus respectivos ámbitos. Pero lo cierto es que si en España alguien practica la ablación genital femenina es juzgado y condenado, por mucho que el inculpado afirme que Dios avala esa práctica. ¿Debería escapar el arte a los tribunales?

En un régimen totalitario defender la autonomía del arte equivale a defender su propia existencia. Las condenas nazis al «arte degenerado» o las de Stalin al «formalismo burgués» son ejemplos de lo que sucede cuando los poderes «terrenales» legislan sobre aquello que «debe suceder» en la mente del artista. También Platón desconfiaba de los poetas. Pero, ¿qué decir de un régimen democrático en el que los valores insertos en la Constitución han sido puestos allí por los representantes electos del pueblo? ¿Goza el artista de una especie de inmunidad diplomática que le permite contravenir en su obra los valores fundantes de la sociedad a la que pertenece? No hablo de su derecho a criticar determinados idearios políticos, libertad que la Constitución obviamente protege. Hablo de llamadas a quemar a quienes sostienen esos idearios, o a gasearlos. ¿No tiene límites el arte? ¿No cometo delito si, al amenazarte de muerte, lo hago a ritmo de rap?

Un peligro acecha a estas intromisiones del poder (aunque sea democrático) en el arte: el de la pendiente resbaladiza. Se empieza prohibiendo unos contenidos claramente reprensibles y se acaba colocando hojas de parra a los desnudos. ¿No es mejor consentirlo todo, no vaya a suceder que una vez que jueces y fiscales se pongan manos a la obra, no sepan parar luego? A mi juicio el peligro es real, y grande la dificultad de atajarlo. Solo se me ocurre contraponer a esa pendiente resbaladiza otra de signo opuesto. En medio de ambas, tal vez nos volvamos algo más cautos.

Imaginemos que alguien cuelga en un museo los retratos de Hitler, Franco y Videla y titula esa obra de arte Grandes benefactores de la Humanidad (sabemos, además, que el título no es irónico, dadas las conocidas preferencias ideológicas aireadas por su autor). Otro artista coloca en una galería una serie de fotografías de mujeres apaleadas por hombres encapuchados y la titula Eso les pasa a las mujeres por ser tan putas. Al lado un rapero canta que habría que abrir en canal a todos los inmigrantes. Un titiritero hace decir a sus muñecos que van a arrojar al océano al muñeco de Pablo Iglesias, drogado, desde un avión.

Jueces y fiscales defienden su mutismo con el latiguillo de que no son críticos de arte, y que el arte es, al fin y al cabo, solo arte. ¿Exagero? Seguramente.

* Escritor