Sin dejarnos contagiar por las vetas nocivas de la textura del nacionalismo ruso con cuya descripción se concluía el artículo precedente, ha de reconocerse, sin embargo, que fue un espíritu superior como el de D. Juan Valera (1824-1905), el que descubrió a los observadores y comentaristas del resto de Europa el apabullante, casi intimidatorio poder en los inicios mismos en que alcanzaba su adultez. Auscultador inigualable del alma de los pueblos iberoamericanos como lo sería más tarde de los anglosajones y centroeuropeos, el ático y buido escritor cordobés quedó, como se recordará, literalmente sobrecogido ante la exaltación del talante nacionalista ruso en una grandiosa representación operística en el famoso teatro sampeterburgués del Bolshoi. Testigo lúcido del alumbramiento del singular nacionalismo hispano --exaltación de la herencia católica, hipertrofia del liberalismo doceañista, descubrimiento y colonización americanas como presea más refulgente del rico, inmenso, patrimonio cultural del pueblo español-- durante la primera parte del decisivo reinado de Isabel II, el autor de Pepita Jiménez --el hombre y sobre todo el humanista más admirado y respetado por el joven y el adulto Menéndez y Pelayo (1856-1912)-- columbró en fecha muy temprana los particulares lazos que unían al nacionalismo ruso con el de su país, tan atormentado en su despliegue contemporáneo como el de los zares...

La acuidad de la mirada de los habitantes del Olimpo intelectual posee el raro don de imaginar fielmente el porvenir. 150 años después de que Valera emitiera su diagnóstico sobre el futuro de Rusia como potencia mundial, apoyada sustancialmente sobre su incandescente conciencia nacional, la realidad semeja confirmar sus pronósticos. Sin visualizar el protagonismo indiscutible de Putin como líder de la «Gran patria rusa», no es posible entender la deriva de su trayectoria y el muy significativo dato de que, dentro de escasas semanas --elecciones de l8 de marzo--, se ofrezca como el mandatario democrático de más dilatada estancia en el Kremlin --símbolo aún hoy por excelencia del poder en estado puro-- y del Occidente más relevante (con la salvedad, a escala diferente, por supuesto, de Isabel II de Inglaterra).

Un gobernante que proclamase a los cuatro vientos el que una de las mayores desgracias de la contemporaneidad radicara en la quiebra y rompimiento de la URSS, no puede albergar duda alguna en orden a la absoluta necesidad de un roborante nacionalismo como piedra angular de la política y la sociedad rusas de la hora presente. A su luz todo se hace claro en la actuación de Rusia en el damero internacional. Hasta tal vez, algunas de las razones de las incursiones cibernéticamente piráticas del Kremlin en la muy hispánica Cataluña...

* Catedrático