Mi vida cambió desde que llegó a ella una perrita caniche que durante años ha sido mi fiel compañera. Nadie más fiel ni cariñosa, leal y tan educada que siempre pareció más humana que el vecino desabrido que nunca me respondió a los buenos días. Ahora ha llegado también a mi vida, casi de casualidad, como ocurren las cosas que de verdad importan, otro caniche, joven, vital, saltarín y muy macho, que rompe y muerde y de qué manera, pero que solo por cómo me recibe cada tarde, como si fuera la última de mi vida, ya me tiene ganada para siempre. Quienes tenemos mascotas estamos acostumbrados a sentir la caricia tierna y desinteresada, la fidelidad extrema y, por contra, la obligación de que a esos animales indefensos que nosotros hemos decidido tener, no les falte el agua, ni el alimento, los cuidados básicos de higiene y sanitarios y, reconozcámoslo, muchas veces hasta excesos en forma de ropas de calle, bebederos con su nombre, correas con purpurina y brillantes o cremas diarias para el pelo. Hasta nuestro Ayuntamiento tiene en cuenta a nuestras mascotas ¡Y de qué manera!, poniendo en marcha un registro genético que ha sido noticia esta semana para controlar y sancionar (¡Qué horror de derecho administrativo sancionador!) a los propietarios que no recojan sus excrementos. Perros tratados como humanos.

Mientras, el tan traído y llevado Aquarius, ese barco que aún navega con olas de 4 metros y vientos de 65 km. camino de la costa valenciana, se acerca con siete embarazadas a bordo, ciento veintinueve menores, no se sabe si acompañados, ni de quién, y con un total de hasta seiscientas veintinueve personas hacinadas y medio muertas.

Mientras mi Glass, así se llama mi nuevo caniche, retoza al sol cada mañana y come comida fresca y enlatada cada día, los viajeros del Aquarius vienen de comer basura cada noche con el objetivo de comer nuestra basura porque es mucho mejor que la suya.

Mientras al perro de una amiga le provoca estrés estar solo en casa por las mañanas y por ello lo tienen que atender cada semana, uno de cada diez niños del mundo se ve obligado a trabajar a diario y 73 millones de los 152 que lo hacen, lo hacen solos, muy solos, en situaciones muy peligrosas y extremas, en campos de minas, en estercoleros y en agujeros profundos donde el carbón les borra su cara.

No sé quién protesta. Yo no podría, mientras mire a mi Glass a los ojos y recuerde que hay niños y mujeres y hombres tratados mucho peor que él cada mañana.

* Abogada