Los gobernantes son optimistas por naturaleza o, lo que es igual, la política selecciona para el ejercicio del poder a esas personalidades inquebrantables, ganadores natos que son capaces de llegar y llevarnos hasta el fin, sea tal fin bueno, regular o terrible. En realidad, esto ocurre simplemente porque las personas optimistas resultan más atractivas que las pesimistas y, además, son más abundantes; por eso, la tarea de selección tampoco es muy exigente, y su resultado suele alzar al podio de la carrera política a personalidades muy confiadas, de un optimismo que debería parecernos peligroso si los ciudadanos no fuésemos tan confiados y necesitados de líderes.

Este proceso de selección en el mundo de la política no es excepcional; de hecho, es la norma en todos los ámbitos de la vida social. Ese perfil optimista y ganador es esencial en el deporte de competición, en cualquier carrera artística o científica. En definitiva, en todos los ámbitos profesionales. Y todos esos mecanismos de selección social no son más que una traslación de lo que ocurre en cada individuo. Nuestro cerebro tiende a agarrarse a un clavo ardiendo. En el día a día de nuestras vidas, los pensamientos ganadores son aquellos que conducen a soluciones rápidas y simples, aunque sean aproximadas; basta con que parezca que funcionan más o menos. Nos autoconvencemos y engañamos con facilidad, y olvidamos los fracasos con extrema rapidez. Esa manera rápida de pensar y tomar decisiones mirando hacia adelante era inevitable en mitad de la sabana, expuestos a las fieras y los elementos. Y es inevitable ahora, abandonados a nuestra suerte en esta frenética jungla de asfalto.

Da igual el gobierno que sea, porque al final es un gobierno de personas, seleccionadas por nosotros mismos, y todos estamos cortados por la misma tijera. Los gobiernos se empeñan en soluciones mágicas porque los ciudadanos aún creemos y confiamos en la magia. Todos somos básicamente irracionales, sentimentales, impresionables, manipulables. Sobre todo, somos así en los momentos más dramáticos, cuando más sangre fría habría que tener para ejecutar un plan pensado y preparado a conciencia. Pero preferimos que no haya plan. Y si lo había, no nos acordamos o no somos capaces de ejecutarlo. Preferimos improvisar. Nos gusta ayudar saliendo al balcón a llorar y aplaudir. Nos gusta ayudar golpeando una cacerola o formando una caravana de coches. O componiendo una bonita canción en honor de los fallecidos y ya casi olvidados.

El optimismo desenfrenado, la intuición y la improvisación del pensamiento rápido sirven para intentar huir de una fiera, pero no valen para encontrar la mejor de las soluciones posibles ante una amenaza. Para encontrar la mejor solución, hace falta un pensamiento más lento y reflexivo. Es preciso razonar con tiempo, sin prejuicios, con autocrítica, con espíritu científico, tanteando y valorando con antelación cada una de las soluciones posibles. Pero sobre todo hace falta estar convencido de que esa es la manera más eficaz de buscar la mejor solución y, antes aún, creer que encontrar la mejor solución es crucial para una supervivencia a largo plazo.

Digo todo esto porque parece que estamos escapando de un virus que amenaza con devorarnos. No teníamos plan. Y de haberlo, no hemos sido capaces o no hemos querido utilizarlo. Si miramos alrededor, la mayoría de los gobiernos están liderados por per-sonalidades que se ajustan a ese perfil ganador, optimista compulsivo, sin autocrítica y mentiroso. Y a pesar de ello, o quizás por ello, consentidos por sus respectivos pueblos.

Gobernar despacio es pensar despacio. Es preciso tomar conciencia del problema o la necesidad, y valorar todas las posibles soluciones. Hay que elegir la mejor con criterios objetivos. Y, si hace falta, adoptar una solución óptima, dialogada y de compromiso. Pero para esto haría falta otro tipo de cerebro, una inteligencia artificial. O establecer un sistema de control ineludible. Una ley que obligue a pensar despacio.

* Profesor de la UCO