El poeta Pablo Neruda cuenta en sus memorias que en el año 1949 se vio obligado a huir de Chile, su país natal, y hubo de cruzar los Andes para llegar a Argentina. Hizo aquel tremendo viaje a caballo, acompañado por un grupo de guías. Atravesaron túneles de piedra y desfiladeros salvajes, vadearon ríos helados y tuvieron que rodear enormes peñascos. Una mañana, súbitamente, llegaron a una pradera «acurrucada en el regazo de las montañas». La atravesaba un riachuelo de agua clara, la pintaban de colores miles de flores silvestres y estaba enmarcada por un cielo intensamente azul. Allí se detuvieron. En el centro de aquel circulo mágico se hallaba la enorme calavera de un buey. Neruda observó asombrado cómo los guías que lo acompañaban dejaban monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso, como una ofrenda de pan y auxilio para los viajeros que llegaran allí después que ellos. Al terminar, danzaron alrededor de la calavera abandonada «repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron», y Neruda comprendió «que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas regiones de este mundo». Comprendió que el ser humano necesita pan, auxilio y encuentros. Llama la atención que junto al alimento fundamental del pan y la ayuda urgente del auxilio, aparezca también la palabra «encuentros» como asignatura necesaria en las supervivencias humanas. En esta hora de estrategias y encrucijadas para alcanzar metas políticas, convendría tener en cuenta lo importante que es el encuentro, es decir, la aceptación del otro, la acogida, la palabra pronunciada, la escucha atenta y el diálogo. No todo es cuestión de «postureos», ni de técnicas estudiadas. Si no hay verdaderos encuentros, lo más probable es que nuestros políticos levanten entre sí nuevas murallas, más propicias al enfrentamiento que al entendimiento. Neruda se dio cuenta y comprendió enseguida las verdaderas necesidades del ser humano. Estaba en juego su propia vida.

* Sacerdote y periodista