Son caprichosas las empatías del ser humano con el mundo animal, independientes en la mayoría de los casos de la cadena trófica. Hay especies con buena prensa, mientras que otras arrastran maldiciones bíblicas, o los atavismos y las brujerías del bosque. Sin llegar a demonizar a alguna criatura terrestre, y respetando el canto civilizado de Roberto Carlos, existen animales cuyo afecto puede estar sobredimensionado. El hipopótamo, sin ir más lejos. Conectamos espiritualmente con su falaz mansedumbre, cuando atesora más víctimas humanas que los terroríficos cocodrilos.

El oso merece un estudio aparte. No pongan en duda su fiereza y su capacidad de despedazar seres humanos. Sin ir más lejos, la derivación cuasi mítica de la Reconquista arranca con el abrazo de un oso, a costa de la efusividad no compartida del pobre don Favila. Sin embargo, el oso cae bien. Quizá sea uno de los más emblemáticos ejemplos del buen engranaje de la propaganda británica, porque no hay osos salvajes en las Islas desde hace mil años y juegan con las querencias y las fantasías del campo ajeno. Y ahí están Paddington, Baloo, Winnie the Pooh o Rupert para endulzar de manera ecuménica los sueños infantiles, a mayor gloria de Su Majestad.

Pero no solo es la miel y los restregones con la hojarasca lo que nos atrae de los plantígrados. Es la especulación curiosa de la naturaleza y, acaso sobre todas esas cosas, una cualidad negada a los homínidos: la hibernación. La insolencia del hombre primero le llevó a ser Ícaro y luego piloto de un caza para compensar la ausencia de alas. Pero hace ya mucho tiempo que mira de reojo las oseznas siestas, el preceptivo ingrediente para impulsar la aventura espacial. Desde 2001, una Odisea del Espacio a la singladura dramática del Nostromo, la ciencia ficción no ha renunciado a esas migajas del sueño eterno.

Y en esto de las vacunas, no faltarán politicastros que insinúen una prelación equivocada. Se debería haber logrado una vacuna para dormitarnos durante este largo invierno. Con la inmensa mayoría de la población hibernada, se reduciría abruptamente el número de contagios. No habría consumo, pero tampoco crispación. Bastaría con un consenso internacional para poner los indicadores económicos a cero, y pelillos a la mar. El sesteo del oso sería la optimización de la cabeza del avestruz, la ansiada quebradura de que sea la realidad la que ponga fin a la pesadilla, desapareciendo este virus que definitivamente nos marcó. Sería la materialización de los anhelos de Segismundo revirtiendo en positivo que los sueños, sueños son. O el desquite libertario de los personajes que Buero Vallejo despliega en La Fundación.

¿Experimentan los sueños de los osos una fase REM? Porque este verano hemos estado pasivamente despiertos o definitivamente dormidos; holgazaneando cual cigarras creyendo que lo de «se acerca el invierno» había muerto con Juego de Tronos. Aplicó el Gobierno un chusco símil bíblico, y al séptimo mes descansó, como si julio y todos sus calores le hubiesen hecho vade retro al coronavirus. Mas no está exenta de culpa la ciudadanía, que ha zarandeado con frívola despreocupación el panal del incivismo. Y estamos en lo que estamos; con unos fríos que preceden a las castañas; con una expectación ante la vacunación gripal más intensa que las rebajas de enero. Y sin la vacuna contra el covid-19 ni la osuna profilaxis. Eso sí, para acompañar este letargo, mucha dosis de estado de alarma, una terapia de choque ante tanto despropósito.

No somos osos, aunque a estas alturas dudo con rematarlo con un «a mucha honra».

* Abogado