En época en que la arena política está dominada por dos palabras y conceptos como polarización y nacionalismo, en época por decirlo de otra manera, de confusión ideológica, se busca el desahogo y consuelo en formas radicales, simples que descontextualicen y sean de fácil difusión y manipulación. Diríamos con el filósofo Ernst Cassirer que se buscan patrones interpretativos referidos a pensamientos míticos, que en última instancia pretenden evitar la propia responsabilidad y nos amparamos en la masa, el destino o la ideología.

Es cierto que el odio tiene un cierto predicamento y prestigio tanto literario como filosófico, hasta el propio Kierkegaard pensaba que hacía más interesante la existencia. En Crimen y Castigo de Dostoievski o en El Extranjero de Camus, el protagonista actúa con un odio que ni siquiera él entiende (cuando escribo este artículo, el absurdo e inhumano odio religioso ha producido centenares de víctimas en Sri Lanka). En un libro publicado hace un par de años de Caroline Emcke titulado Contra el Odio reflexiona sobre la naturaleza de ese sentimiento humano en política; un sentimiento que refleja la condición humana pero que se exacerba en determinadas cuestiones no personales pero son susceptibles de cargarse de emotividad y la emotividad y los sentimientos son ajenos a lo que la realidad, por más insistente que ésta sea, nos muestra. Para esta autora el odio es algo que se fabrica, que se incuba, no surge de manera espontánea.

El paradigma en este tipo de odio sería ese odio en la política. Se odia al contrario no ya por pensar diferente sino por ser diferente a como se quiere que sea; a veces sin ser conscientes de este odio. El odio político fija sus objetivos en colectivos, lo cual ya es una manera de discriminar: homosexuales, refugiados, inmigrantes, grupos étnicos o religiosos, pobres. Colectivos que a su vez buscan una propia identidad como reacción y que suelen ser grupos más indefensos por las propias circunstancias vitales. A este respecto escribieron Adorno/Horkeimer que «el furor se desahoga sobre quien aparece como indefenso». Pero aunque se fije en colectivos, son los comportamientos individuales (buenos o malos) los que se manipulan para ejemplarizar y justificar el odio. Ello provoca y pretende como Emcke afirma, que los calificativos de bárbaros, salvajes, o terroristas, anulen la capacidad de que imaginemos a esas personas de un modo distinto. El antisemitismo sería el paradigma de ello, con los resultados que todos conocemos, aunque el antiislamismo, antiinmigración, o contra los gais sean ahora los predominantes en nuestro entorno.

Generalizar es pecar pero precisamente este es el mecanismo preferido de los odiadores para imputar a todo un colectivo las faltas individuales, lo que se transforma en consignas y códigos estereotipados. Es decir limitan la visión de la realidad como anteojeras ideológicas que impiden la visión de una mundo más amplio donde la pluralidad impide la tiranía de lo identitario. Esta pluralidad se debe como escribe Hanna Arendt «a que todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá».

No es difícil odiar cuando el individuo se diluye en la masa y le despojamos de un rostro, de un cuerpo, de su particularidad espiritual. Pero tampoco es fácil, necesita consumir el alma del que odia. Y este odio puede llegar a ser bidireccional lo que aumenta las posibilidades de conflicto y su gravedad. Y el miedo y el resentimiento alimentan el odio, pero resentimiento ¿de quién?, miedo ¿a qué? El miedo y el odio son dos sentimientos diferentes, si el primero es involuntario e irracional, el segundo es favorecido o inventado para conseguir determinados fines; es voluntario y puede ser moldeado por la voluntad y la racionalidad. El miedo es el sicario del odio. Goethe habla de estos impulsos en la política en su libro Poesía y Verdad y afirma que «cuando más terriblemente se presenta lo demoniaco es al emerger en algún hombre, predominando en él... No siempre son los hombres más distinguidos, ni por espíritu ni por talento, y raras veces se acreditan por una bondad de corazón. Pero... la masa se siente atraída por ellos».

No se puede condescender con el odio político. Hay que luchar contra él con los valores de la democracia y los derechos humanos. Al fanatismo del odio no se le derrota con más fanatismo sino con la inteligencia de la pluralidad, de la tolerancia, la solidaridad y la dignidad de las personas. Quien basa su discurso político en el odio, quizás lo que más desee es ser también odiado. No demos esa oportunidad para evitar que si nos exponemos al odio, acabemos siendo parte de él, nos invadirá sin conocer las consecuencias. Como escribe Caroline Emcke: «Nuestra tarea es estimular a lo que los odiadores se les escapa: la capacidad de ironía y duda, y una visión abierta de la sociedad».

* Médico y poeta