Aún tengo archivado en la memoria aquellos finales de curso de la EGB. Ese día en el que íbamos a recoger las notas al colegio. Era un nerviosismo especial que bullía en el estómago. Y era normal. Antes de ver las calificaciones finales el sentimiento era visceral. O mejor dicho, era una excitación sin sentimientos concretos pues eso de sentir que tu destino dependía de unos números tenía que ver tan poco con los códigos sentimentales de un adolescente, que todo parecía un complot. Aquel día no necesitabas que nadie te despertara ni te insistiera para que te levantaras de la cama. El amanecer que llegaba como una notificación parecía encargarse de eso como parte de esa intriga. Pero una vez despierto, despejado y con la realidad llenando todos los sentidos como el caudal de un río después de abrir un embalse, como en esos duelos del Oeste, un eco sordo parecía susurrarte aquello de que la suerte ya está echada. El verano recién estrenado hasta olía a libertad, a luz, a vacaciones, pero aún como si estuviera en los estantes de una comercio y fueran las buenas notas finales la moneda para poseerlo. Los suspensos parecían ese día haber madrugado y buscar víctimas propiciatorias y todos, tanto los que los merecían como los que no, tratábamos de huir en nuestro ánimo de ellos en aquel pórtico de la sentencia que mediaba de casa al colegio. Pero es que eso tienen los números cuando se usan para baremar las virtudes humanas, que sólo son eso; números. Nuestros peques y adolescentes no van a poder ir este años a recoger sus notas al colegio. El virus se lo ha impedido. No habrá aulas que reúnan a toda una clase, ni se sentirá ese ambiente previo a la entrega de las calificaciones que huele a veredicto. Todo quedará en la intimidad de los hogares. Aunque por suerte el verano siempre se impone para la juventud y la infancia tengas o no buenas o malas notas.

* Mediador y coach