La primera vez que visité Medina Azahara era un niño de apenas diez años, a comienzos de los años 60. Fui a Córdoba para ver un partido de fútbol cuando el equipo de la capital militaba en primera división, y no puedo precisarlo, pero ese día quizá nos tocaba ver al Real Madrid. Iba con mi padre y dos amigos suyos, que también llevaban a sus hijos, y se les ocurrió que aquel día visitáramos unas «ruinas» (así las definieron) que nos iban a gustar, porque en efecto aunque ya había una parte excavada aún no se había llegado a la situación actual. Pero el lugar me pareció encantador, pues mientras jugábamos y saltábamos entre piedras, imaginábamos que aquello era un castillo medieval donde vivían los moros que tantas veces habíamos visto en el cine o en los tebeos del Capitán Trueno (ya en otra ocasión habíamos visitado el castillo de Almodóvar). Volví con catorce años, y también hubo un trasfondo futbolístico en la visita, ya que aquel día el equipo infantil en el que yo jugaba participaba en la final del campeonato provincial. Jugamos, y ganamos, la semifinal por la mañana, fuimos hasta la ciudad califal a mediodía y nos comimos un bocadillo, para volver a jugar otro partido a primera hora de la tarde, era el decisivo, y ese lo perdimos, el único que no ganamos en toda la temporada.

Después he vuelto muchas veces y he visto crecer la dimensión de la ciudad, así como el cambio de actitud de los ciudadanos con respecto a un yacimiento de tal importancia, aunque durante siglos aquel lugar recibiera el calificativo de Córdoba la Vieja y sirviera como cantera para la obtención de materiales de construcción en otros edificios, si bien hubo quien desde muy antiguo ya se encargara de afirmar que aquello eran los restos de un palacio califal, como así lo hizo Martín de Roa en su obra Antiguo Principado de Cordova en la España Vlterior o Andaluz en el año 1636. Durante mi etapa docente en Córdoba, incluso he ido con grupos de alumnos andando y hemos aprovechado para hacer una excursión geográfica por lugares de la sierra cordobesa, también he acudido con amigos que visitaban Córdoba, con familiares y, por supuesto, desde muy pequeña llevé a mi hija para que conociera el lugar. En consecuencia, he sentido alegría del reconocimiento que el domingo se le hizo por parte de la Unesco, pero me ha resultado curioso que, una vez más, mi relación con ese lugar se mezcle con un asunto futbolístico, pues unas horas después de que Medina Azahara se viera incluida entre los lugares Patrimonio de la Humanidad, se jugaba en Moscú el partido entre España y Rusia que finalizó con la victoria de la segunda después de un mal partido de nuestra selección, que no ha sido capaz de ofrecer buen juego a lo largo de este campeonato, a excepción de algunos minutos el primer día contra Portugal. Este año, a diferencia de lo ocurrido en 2014, España ha llegado a octavos, pero desde luego no ha mejorado su imagen. Hace cuatro años en este diario se me pidió que participara con un artículo durante el campeonato mundial, debía publicarse el día que jugara España y en consecuencia yo no sabía cuál era el resultado obtenido. Solo pude hacer tres, así que cuando este año no me dijeron nada pensé que mejor, porque quizás mis textos de entonces pudieron dar mala suerte. Pero por lo visto, no era yo quien influía ni en el mal juego ni en los malos resultados.

Ahora habrá interpretaciones acerca de la derrota española, pero será mucho mejor quedarse con el esplendor que, aún hoy, los Omeyas irradian desde su ciudad, porque en este caso el triunfo no es de once jugadores, sino de una colectividad, la cordobesa, la andaluza y la española, que ha sido capaz de recuperar ese espacio, de tal modo que hoy un niño que vea Medina Azahara por primera vez no pensará que son unas ruinas.

* Historiador