Mi relación con el mundo de la música no empezó bien. Cerca de la vivienda de mis padres estaba el Centro Filarmónico Egabrense, donde mi hermana mayor había iniciado una formación musical que la condujo a dar los primeros pasos en el difícil ejercicio de tocar el violín. Mi padre decidió que siguiera su camino, pero duré poco. El primer día de solfeo el maestro Rodríguez nos explicó qué era la escala y nos entregó una hoja con la misma para que practicáramos. Así lo hice con ayuda de mi hermana, de modo que volví al día siguiente con la lección aprendida. Subí a la tarima, puse mi escala y la leí. El maestro me miró y me pidió que repitiera, cuando acabé, con el aire socarrón que lo caracterizaba, me dijo: «Dile a tu padre que por las tardes te puedes dedicar a cualquier otra cosa». Años después, en el Instituto, me seleccionó para formar parte del coro, le recordé lo que me había dicho en la ocasión anterior, y me respondió: «No importa, quiero que estés en el coro porque soy amigo de tu padre».

No acudir a las clases de solfeo fue una liberación, pues me podía quedar a jugar en la calle, pero a día de hoy envidio a quienes saben música y pueden tocar algún instrumento. Me conformo con ejercer de oyente en lo relativo a la música. Y en ese sentido también recuerdo cuando siendo muy joven, quizás en torno a los catorce años, un amigo de mi padre le pidió que acudiese durante el verano a darle clase algunas tardes a su hijo, amigo mío pero algo mayor. Fueron mis primeras tablas como docente, si a aquello se le podía llamar clase, pues me limitaba a repetir lo aprendido durante el curso. Pero lo más importante, desde el punto de vista musical, es que aquel amigo tenía un hermano mayor que, aunque entonces yo no lo sabía, era militante del Partido Comunista. Donde nosotros estudiábamos estaban sus libros y sus discos y una tarde mi amigo, con cierto misterio, puso un disco en el que por primera vez en mi vida escuché a Paco Ibáñez, debía ser en los finales de los años 60, y recuerdo mi impresión ante un poema de Miguel Hernández, Aceituneros (divulgado como Andaluces de Jaén, y convertido en el himno oficial de esa provincia). Esos versos están incluidos en el libro del poeta de Orihuela: Viento del pueblo, poesía en la guerra, editado por Socorro Rojo en Valencia en 1937, y dedicado a Vicente Aleixandre, a quien le dice: «Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentidos hacia las cumbres más hermosas».

Detrás de Ibáñez, en los años siguientes llegaron muchos cantautores, tanto españoles como del otro lado del océano: Serrat, Luis E. Aute, Víctor Manuel, Pablo Guerrero, Rosa León, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Violeta Parra, Mercedes Sosa… o Víctor Jara, cuyo Te recuerdo Amanda sonaría de manera muy distinta tras el golpe de Pinochet en 1973. De vez en cuando aún los escucho, y para saber qué fue de ellos les recomiendo el poema de Luis Pastor, Qué fue de los cantautores, que recita de maravilla y donde con suma ironía, entre otras cosas, dice: «Y llegó la transición:/ la democracia es la pera./ Cantautor a tus trincheras/ con coronas de laurel/ y distintivos de amor/ pero no des más la lata/ que tu verso no arrebata/ y tu tiempo ya pasó». No obstante, como dice Pablo al final de su poema, «hay cantautor para rato». Y la música sigue, avanza, y nos ayuda en muchos momentos de nuestra vida. A mí me vino de maravilla el pasado martes el estupendo programa de La 2 Un país para escucharlo, en el cual Ariel Rot recorre ciudades españolas para dar a conocer la música que se hace en ellas. El otro día le tocó a Granada, y me sirvió para superar el mal trago de ver perder unos minutos antes al Real Madrid con el Ajax de Ámsterdam por 1-4. Gracias, Música.

* Historiador