Hay padres que parece que educan a sus hijos en un escaparate. Siento la crudeza. Yo entiendo que todos queremos lo mejor para nuestros hijos, que de esto uno no nace sabiendo, pero me dan mucho repelús esos progenitores que viven en una innovación constante, que aplican técnicas con nombres extrañísimos, que llaman permanentemente la atención del resto de padres que, sin mayor trascendencia, nos bebemos una lata de Steinburg tibia mirando el cielo mientras nuestros cachorros se arrastran por el suelo o roban patatas fritas de la mesa de los mayores.

No tengo un plan para mis hijos. No sé a dónde irán sus existencias. Ojalá sean felices, vivan muchos años, amen y sean amados. Que la tristeza vaya y venga con el vuelo dulce de un insecto. Que encajen de pie la rudeza de nuestros días. Que pierdan la cabeza si ganan, que se inflen de llorar si pierden. Que vivan con la plenitud de los melocotones, con esa carne empapada, con la hermosura rebosada de sí mismos. Que combatan a la muerte con la única arma que tienen a su alcance: la curiosidad. Que se adentren en el bosque oscuro y feérico. Que devoren casas de chocolate, que quemen en el horno sus temores y a sus brujas, que pierdan el rastro de migas tantas veces como deseen. Que caven el futuro con sus manos, se ensucien las uñas; se tengan el uno al otro. Quiero que escuchen canciones que me parezcan horribles y se encierren en sus cuartos y sientan que el mundo no va con ellos. Que se zambullan en esa extrañeza. Que me pidan una guitarra y nunca la toquen. Que me pidan una moto y nunca se la compre. Que se hagan al barrio. Que bajen a por el pan los domingos. Que me abracen de vez en cuando. Que respeten los adioses. Que fluyan solos al principio y luego, si les apetece, formen futuras familias. Con sus fragilidades y sus misterios. Con su incertidumbres y sus miedos. Como yo ahora, en esta búsqueda candorosa hacia el porvenir. Como mis padres antes. Como los padres de mis padres primero.

No sé si hay camas que puedan conseguir esto. Cada uno es libre de llevar a sus hijos por la senda que crean adecuada. No doy consejos, pero tampoco los pido. Creo que la honestidad es nuestro único compromiso con la especie. Saber, primero, quienes somos. Y luego intentar que nuestros hijos no dejen de tocar tierra. Sueña el globo que es un pájaro, pero es solo plástico relleno de helio. Que vivan apegados a una realidad que a veces huele a freidora y otras a azahar, que a veces es suave como la piel de una teta y otras veces raspa como la lengua de un gato. Ser padre no es un talento. Nada que demostrar. Estamos aquí los cuatro y tenemos que entendernos, avanzar juntos, no fallarnos; esas cosas vulgares de ver pasar los días, hacer las camas, reír a carcajadas, terminarse la verdura, poner Cristalmina sobre las heridas.

La mayoría del tiempo no sé muy bien qué hacer. Es en esa duda cuando brota lo que soy, a través de esa grieta crece la florecilla pálida. Como padre solo confío en el equilibrio. Hay ternura y deber y luego palazos de indefinición y también suerte o constancia, que vienen a ser lo mismo. Y el carácter de los niños, que va calando poco a poco, como una gota que termina ennegreciendo el techo. Hay amor en casa y con eso predicamos. Los muñecos rotos van a la basura, pegamos los libros con esparadrapo. A la noche, cada uno en su cama. Pequeñas normas sin apellidos. Sin moralejas. No se saca un juguete hasta que no se recoge el otro. La educación es tacto. Un camino sutil. No aspiro a más. Que cada padre sueñe al gusto. Que se acumulen manuales de pedagogía en la estantería y cacharros imposibles en la cocina. Espero que entiendan que bastante tengo con lo mío, como para tener que escuchar lo de ellos. No quiero ser el público cautivo de esos espectáculos paternales. «Que cada perrito se lama su cipotito», decía mi abuela. Y que María Montessori sepa perdonarnos a todos.

* Escritor