Las estadísticas son siempre frías y despersonalizadas, pero aun así algunas dan espanto. Acaba de conocerse que son ya 1.000 las mujeres asesinadas en España por violencia machista, una cifra redonda de la que ni siquiera se puede decir que ponga cerco al horror en cualquier persona decente, porque sigue creciendo a diario en un constante goteo de sangre inocente. Casos como los ocurridos estos últimos días en Valencia, Aranjuez o Xátiva, donde ha aparecido degollada una mujer rumana embarazada de seis meses, están siendo investigados como sospechosos de acabar engrosando esta lista fatídica que solo incluye las víctimas mortales de maltrato a manos de sus parejas desde el 2003, año en que empezó a elaborarse tan siniestro censo.

En él se registran ya 24 mujeres muertas por maltrato en lo que va de año, doce más que en el mismo periodo del año anterior, de las que cuatro eran andaluzas: dos fallecieron en Málaga, una en Sevilla y otra en la cercana Iznájar. Para dar idea de esta terrible cifra gestada a lo largo de 16 años se la ha comparado con otro recuento sanguinario, el de ETA, que en cuatro décadas mató a 867 personas; crímenes absolutamente deleznables --y cifra igualmente espantosa-- que por su aparatosidad y trasfondo ideológico tuvieron una inequívoca reprobación colectiva, mientras que en ocasiones --cada vez menos, a pesar de ciertas voces desafinadas-- la sangría de la violencia de género aún se ve como un asunto doméstico que hay que lamentar de puertas adentro.

Pero mil vidas perdidas son muchas vidas para llorarlas a solas. Se impone un grito unánime, alto, claro y distinto. Bien es verdad que desde hace tiempo los poderes públicos y colectivos ciudadanos hacen lo que pueden por frenar este desatino sin fin. Pero es evidente que no se acaba de dar con la tecla, y todos deberíamos preguntarnos en qué estamos fallando como sociedad y como individuos; porque cada vez que cae una mujer a manos de quien dijo o fingió quererla muere un poco de nosotros, y porque quién sabe si no llevaremos casi todas una víctima dentro (y no hay que ponerse en lo peor, que hay muchas formas de maltrato y de muerte en vida).

Se han hecho grandes esfuerzos por acabar con esta lacra. A finales de mayo se daba cuenta de las acciones del sistema de seguridad integral de violencia de género (Viogen) en el primer trimestre de 2019, y en Córdoba tiene activados 978 casos de seguimiento --con diferentes grados de protección, según las circunstancias--. Se ha venido reforzando el flanco jurídico con leyes de ámbito nacional y autonómico, pero urge rematar el pacto de Estado que quedó a medias en la anterior legislatura. Hay que caldear la confianza de las víctimas para que se atrevan a denunciar a sus parejas antes de que sea demasiado tarde. Solo tres de las 23 fallecidas hasta el pasado 7 de junio habían interpuesto denuncia, y es que muchas maltratadas prefieren no pedir ayuda por diferentes motivos, ya sea por temor a represalias o a perder el soporte económico del hogar o simplemente porque siguen enamoradas del verdugo. Pero hay otras que sí se deciden a dar el paso y se topan con el fallo de las instituciones, incapaces de protegerlas. Por eso es tan necesaria la formación de los agentes intermediarios, sean de la policía o de la justicia, y por supuesto una educación igualitaria desde la escuela y la familia; buenos consejos que adviertan a las jóvenes, presas fáciles del chantaje sentimental desde el primer amor, de que no las quiere más quien más las controla por las redes, arma letal para algunas. Hay que escuchar a las víctimas, creerlas y defenderlas. Mil gritos apagados lo reclaman.