Desde la lejanía de un fondo pardo y gris llegan imágenes, voces, nombres y risas que, en otro tiempo, vibraron junto a mí dando sentido y forma a mi existencia. Aunque uno de niño no pueda comprenderlo, la realidad es moldeable y frágil. El tiempo, entre tanto, es una pálida entelequia, una mentira escrita en nuestra carne, la proyección vespertina de un espacio donde las emociones se confunden y se mezclan con sueños nunca realizados. Cuando llega diciembre uno llega a percibir de un modo especial los sueños derruidos, la maleza insondable de esa melancolía que nos hace más niños y puros unos instantes, especialmente en los días de Navidad, cuando la luz es de nieve con limón y en el aire de casa cruje un resplandor de azúcar. En mi casa de antaño, la de la niñez, había en un rincón un televisor humilde en cuya pantalla la imagen de Pajares era una especie de hilo tembloroso que cosía las esquinas del tiempo navideño produciendo en nosotros, mis padres y mis hermanos, una felicidad secreta e íntima. Recuerdo su rostro ancho y anguloso, su cabello escondido en la piel de una boina que le daba un aspecto agradable de paleto con chaqueta de pana y sonrisa de gamuza donde las penas no tenían cobijo.

Andrés Pajares fue siempre para mí la personificación de la alegría, la bonhomía encapsulada en unos rasgos de cateto de pueblo con el corazón labrado por la ternura más cálida del mundo. De algún modo era parte esencial de aquella vida, de aquel universo rural donde su humor convertía el dolor, la ausencia y el olvido que agriaban el entorno en flamante regocijo, en un optimismo que reconfortaba. La voz de Pajares tenía fibras navideñas, humedades de musgo y arroyos cristalinos del portal de Belén que mi padre colocaba con paciencia infinita en un rincón del comedor de la casa encendida por aromas de franela y fragancias de anís. La pálida penumbra que había en el hogar a la hora del atardecer reverberaba en la paz del portalillo antes de que flamearan sobre el viento un temblor de carracas, panderos y villancicos. Todo eso lo evoco, no sé por qué razón, mientras abro las páginas del libro de memorias de Andrés Pajares editado en Almuzara con un gusto especial. Me adentro en la espesura de recuerdos y anécdotas narradas por el cómico y humorista excelente, que ayer mitifiqué, y descubro los vértices de un hombre extraordinario que nos conmueve y seduce, al mismo tiempo, por la sinceridad y la sencillez del tono que emplea al manifestar su vida en un libro enjundioso, ameno, imprescindible para tocar con los dedos del espíritu los colores y texturas de una España en blanco y negro que la voz de Pajares supo humanizar. Y, al final, uno sabe que lo más sobresaliente del actor humorista no fueron las películas de glorioso destape en las que llegó a actuar durante los años de la transición política, cuando aún todo era ocre, junto al gran Fernando Esteso, Juanito Navarro, Ozores o Nadiuska. Ni tampoco lo es, al menos para mí, el valioso papel, premiado y aplaudido, que Pajares labró en la película Ay Carmela. En las memorias del mágico humorista y actor vigoroso hay momentos de altos vuelos e instantes de triunfo, siempre merecidos. No obstante, en su vida también hubo depresiones, etapas terribles a nivel sentimental, esos hechos que nublan la vida de cualquiera y siegan de cuajo la felicidad más lúdica, la alegría, el entusiasmo y la confianza en el futuro, como cuando sucede la muerte prematura de su primera mujer, el amor de su vida, que le acaba inundando el espíritu de sombras y abre en su corazón una enorme zanja que le costará muchísimo cerrar. Pero en Andrés Pajares resplandece una fortaleza firme, indestructible, y consigue salir adelante, transformando, como dijo el poeta, las penas y el dolor, las espinas y el barro, en la miel del optimismo, utilizando las armas de un humor absolutamente genuino, singular, que, a través de los años, ha acabado convirtiéndole en un artista inolvidable y mítico. Nadie supo como él alegrar e iluminar las lentas pantallas plomizas de posguerra, las del tardofranquismo, con la esencia de un humor que bebía en la raíz, en el corazón del pueblo, y revestía la umbría realidad de una luz positiva, cálida y muy tierna, como cuando salía interpretando a un pregonero y sus gestos grotescos, acompañando a un rostro bobo, desaliñado, embutido en la boina, provocaba en el público una hilaridad sagrada, una alegría doméstica, sublime que doraba la atmósfera gris de aquellos días. Tras leer este libro, editado en Almuzara, narrado de un modo ameno y transparente, he retrocedido en el tiempo y me he sentido en la casa de antaño, frente al televisor, junto a mis hermanos y mis padres que sonríen contemplando los gestos de un humorista insólito que llena esas horas de aroma navideño de un optimismo feroz que nos redime, a través de los años, de penas y penumbras. Estos días de diciembre, ahora como entonces, la voz de Pajares aún prevalece límpida y su rostro y sus gestos, sus ademanes míticos, siguen ensanchando la risa en mi interior.

* Escritor