N unca se fueron del todo. Están ahí, acompañando el dolor de nuestro espíritu, consolando nuestra orfandad como luciérnagas que emiten su luz cuando nos hallamos hundidos y necesitamos más de su consuelo. Aunque no se fueron jamás de nuestra orilla, en el mes de noviembre su ausencia es más tangible y en nuestro interior adquieren consistencia el resplandor de su nombre, las esquirlas de las palabras que antaño pronunciaron y hoy seguimos sintiendo vivas, como espigas que mueve la brisa violeta del recuerdo o sombras de nubes que, al atardecer, pasan grabando sus lánguidas siluetas en las colinas desnudas de la sangre. Ellos, los que se fueron, siguen vivos. ¿Qué seríamos sin percibir su resplandor, la línea azul de sus ojos lejanísimos recorriendo el paisaje de nuestro corazón como el silbo de un pájaro que vuelve de un país invisible y remoto al bosque de la infancia? ¿Cómo podríamos vivir sin percibir cuando más frágiles y rotos nos sentimos las caricias del padre o la madre fallecidos como un aleteo sutil de mariposas que vuelven del frío del tiempo a acariciarnos? Noviembre fue siempre el mes de los difuntos y, aunque actualmente la idea de la muerte haya perdido el sentido de otras épocas, cuando nuestras amables raíces culturales en torno al Día de los Santos y los Difuntos han sido borradas por la estupidez de Halloween, uno se niega a romper con la costumbre de acercarse a pasear sin prisa entre las lápidas para reflexionar, como de niño, qué hacemos aquí, a qué hemos venido, a dónde vamos. La vida era antaño un preludio de la muerte y ambas se sucedían y abrazaban como el vértigo dulce de las estaciones que daban sentido y espacio a nuestra vida trazando un círculo amable en torno nuestro, una sucesión de nubes, amaneceres cubiertos de escarcha, trigales y arco iris. En la idea de la muerte, antes, titilaba como un astro de ámbar la línea de la vida. Una y otra formaban una sustancia verdadera.

No se nos educa ya para la muerte: al contrario, hoy se desprecia y se arrincona el sentido de la transcendencia que esta guarda borrando el carácter mítico y sagrado, confortante y sereno, que en otro tiempo tuvo. A la muerte se le arrincona como a un viejo quejumbroso y artrítico en una residencia a la que no acuden jamás sus familiares. Paseando por Córdoba estos días de atrás, veía por las calles niñas y niños disfrazados con trajes raídos y calaveras espeluznantes que en mí producían bochorno más que grima. La ciudad parecía haberse cubierto de una pátina penumbrosa y grotesca, de un hábito impostado, venido de una cultura que no es nuestra y deja en las calles, en los locales, en los comercios, en los edificios oficiales y las esquinas un crepuscular velo de impostura de un olor cadavérico, pestilente y fatuo, fomentado en su esencia por las élites económicas que quieren estupidizarnos desde niños. Nos rodea un consumismo hediondo e insoportable y si uno se ha de vestir de carnaval para celebrar el Día de los Santos lo tiene que hacer para no ser ninguneado y, luego, apartado del mítico redil donde confluyen millones de borregos y ovejas famélicas de todas las edades. No es fácil vivir hoy a contracorriente y aislarse del mundo estos días de noviembre con la ciudad sitiada por el vértigo de cráneos lirondos y umbrías calabazas. Se ha desvirtuado el sentido de la muerte: cuando yo era pequeño el dolor que producía en las casas del pueblo la huella de un difunto era visible en las llamas parpadeantes de las mariposillas con aceite relampagueando al pie de los visillos, junto a la penumbra de las cantareras. La muerte tenía un olor de cera virgen encapsulado en la paz de las cocinas y en los aparadores del misterio donde el dolor de los huérfanos quemaba. En el Día de los Santos, y en el de los Difuntos, las madres de entonces para endulzar la muerte y el temblor de la ausencia que había en los pasillos de las casas del pueblo elaboraban gachas de anís con tostones o compota de membrillo. La luz de los muertos, la voz de los ausentes, penetraba esas fechas, mordidas por el frío y la furia del viento, en los dormitorios frágiles. La primera vez que tuve frente a frente el vacío de la muerte, su enredadera fúnebre atrapando mis huesos y mi corazón de infante, fue la gélida hora de un atardecer de enero, el día que mi abuelo Alejandro falleció. Recuerdo a mis padres haciéndome entender, poco después de haber vuelto del entierro al que yo no asistí, que el abuelo ya no estaba y no iba a volver, pero que aún seguía viviendo en un sitio lejano e infinito, tras las nubes. El día de su entierro yo tenía ocho años, y unos meses después, cumplidos ya los nueve, el Día de los Santos me acerqué a su tumba, un montoncito de tierra y una cruz, para charlar con él e imaginarme que no se había ido y aún seguía viviendo, aunque no lo veía, cerca, en algún sitio que yo por entonces no podía entender. Hoy, no obstante, comprendo después de medio siglo la idea de la muerte en estos días de otoño, cuando llega noviembre y siento en torno a mí la luz sosegada, azul, de mis difuntos, mostrando el destino, el sitio donde vamos.H

* Escritor