En estos días terribles de humos invisibles raspando los pulmones, de cieno que levanta su rastro al respirar, de árboles que huyeron como en el hermoso libro de memorias de Alejandro López Andrada, la librería Luque resiste. Y no solo resiste: celebra su centenario. Cien años de Luque, cien años de libros en la ciudad de las mil tabernas y de los mil y un poetas. Cien años de encuentros en un espacio cómplice y común, cien años de escenas y escenario, cien años de trastienda de la vida en un remanso oceánico de libros. Frente al desaliento cotidiano, esa manera nuestra de mirarnos que tampoco es autocrítica, sino una especie rara de pretencioso desánimo, como si realmente nos mereciéramos más por el único hecho de haber nacido aquí, hay gente que trabaja y hace posibles las cosas más sencillas y hermosas de la vida. Esa gente lleva atendiéndonos en la librería Luque nada menos que cien años. Rostros, biografías. Historias que se pierden debajo de los libros, pero también dentro. Porque en los libros se vive y se respira, en los libros se pueden atravesar los mares de la tranquilidad, pero también del nervio y la aventura radical de vivir. Se late entre los libros, se bebe el mejor vino, se come la memoria, se digiere. Ayer se presentó el libro que ha editado la librería Luque por su centenario, en el que he tenido el honor de participar. No pude acudir a la presentación, pero le prometí a Javier Luque que encontraría una manera de estar. Mi manera de estar es escribir. Es también mi manera de sentir y vivir. Y algo de eso o mucho tengo asociado siempre a la librería Luque. Creo que no sería demasiado entusiasta felicitarnos y reconocernos por mantener en Córdoba una librería centenaria cargada de pasado y de presente, y habría que agradecerlo a sus protagonistas de ayer y de hoy. Frente a los pesimistas que ven habitualmente --y con razón muchas veces-- la botella medio vacía, la librería Luque nos sigue manteniendo la respiración llena.

* Escritor