Una regla común de las organizaciones humanas es que su desarrollo va a estar marcado por la época de su implantación, así como por la impronta de su creador. Así, John Elliot sostiene que los dos modelos más categóricos de colonización del continente americano (el español y el inglés) estuvieron condicionados en su devenir no solo por la impronta de ambos reinos, sino por la fecha del tiempo cero, los sesenta años que median entre la Santa María y el Mayflower: el desembarco en Guanahani desempolvando las últimas supersticiones del medievo frente a la huida de los puritanos abierta completamente la espita del mercantilismo.

El momento fundacional también marca, y mucho, a la Legión, de la que ahora celebramos su centenario. El contexto revela un momento calamitoso: Una España aún grogui por el desastre del 98, que no ha sabido rentabilizar la pujanza económica de su neutralidad en la Gran Guerra; unas turbulencias políticas determinadas por el pistolerismo y la corrupción, de forma que puede ser más fácil memorizar todos los Papas de la Iglesia que los presidentes del Consejo de Ministros en las dos primeras décadas del siglo XX; un Ejército con ánimos de desquitar las glorias pasadas, intentando baldíamente muscularse en el avispero rifeño. Millán Astray fue el alma del Tercio de Extranjeros, y su primer alistamiento se produjo meses antes de aquel humillante jalón que fue el desastre de Annual.

La Legión fue la punta de lanza de los Africanistas, aquella facción del estamento castrense mirada con recelo por los Peninsulares, aunque era mutuo el desdén. Los legionarios tenían que demostrar que el valor no se supone. De ahí su embelesamiento con la muerte, la devoción al Cristo de Mena y todos los adminículos ligados al padre fundador: su rotundo posicionamiento en la contienda y el culmen de su reverso tenebroso en el paraninfo de la Universidad salmantina, donde Unamuno hizo de Gandalf invocando el Templo de la Inteligencia.

Reminiscencias aparte, resulta muy interesante la comparativa con la España de 1920. Fueron los socialistas, los mismos que apostaron por la senda de la moderación tras la huelga revolucionaria de 1917, los que en los Gobiernos de Felipe González abordaron la reconversión del Ejército, afrontando su modernización y enfilando su modélico engranaje en los patrones de un Estado de Derecho. Hace un siglo, el estamento militar no era una de las soluciones, sino de los problemas, junto a una oligarquía torpemente anquilosada a sus privilegios; una facción del sindicalismo que asumió la violencia como una vía para atajar procesos revolucionarios; una Iglesia que añoraba los días previos a las desamortizaciones. Y, sobre todo, una clase política sumamente incompetente.

Hoy el Ejército no es uno de los sacos de arena que lastran el prestigio y la eficacia de este Estado. Todo lo contrario, al convertirse en una de las instituciones más valoradas por los españoles. Los púlpitos han achicado la resonancia de sus prédicas, fruto lógico de la laicidad del Estado. Patronales y sindicatos bandean su medianía, cuota alícuota de encabezar en el entorno comunitario los índices de desempleo. Pero nuevamente, la peor retratada es la clase dirigente. Es bochornosa la gestión de la pandemia que se está haciendo en nuestro país, con unos índices de incidencia que ruborizan la seriedad de un Estado, Madrid el rompeolas de toda nuestra incompetencia. Y en nuestro debe, la legitimidad democrática de nuestros representantes políticos, ya que cien años atrás la ciudadanía podía exonerarse en el caciquismo y el pucherazo electoral. Esta es la amarga grandeza de la democracia: el perenne resquemor de merecerse lo que tenemos.