Cuando las fragancias florales colman ya las esquinas, en un mes que nuestro calendario ofrenda al dios romano de la guerra, tropiezo como con un guijarro con la infausta conmemoración el cuarenta aniversario del golpe del 23- F. De un modo mucho más amable, todos los años desde el 2002, me entrego durante estos días a otra evocación de signo bien diferente. Me refiero al recuerdo que, en febrero, siempre le tributábamos al fundador de Studio Jiménez: José Jiménez Poyato (Priego de Córdoba, 1928-Córdoba, 2001), protector de artistas y fotógrafo afín al neorrealismo, quien en un día ya distante partió con su máquina, como el intrépido camarógrafo que siempre fue, para descansar en el particular jardín arqueológico de sus sueños. Cámara en mano, seguro que habrá retratado ya a poetas y artistas plásticos amigos; se habrá reencontrado con Ricardo, Juan, Julio, Mario, Miguel, Vicente; o, más recientemente, con Pablo y con Pepe; también, con Pedro, Rafael, Marcial y demás pintores, escultores o gentes de la cultura, como Eduardo, con su violín, y con algún que otro político tan comprometido e ilustrado como lo fue Joaquín. Hoy lo recordaré aquí con esa devoción que siempre experimenté hacia él, cuando se cumple el vigésimo aniversario de su marcha.

Rindo con ello mi tributo también a la desaparecida Galería de Arte Studio 52, fundada en los altos del establecimiento de fotografía que, establecido como templo de la cultura hace ya casi cincuenta años, dio acogida al arte más actual y vanguardista del momento. Tras su fallecimiento en 1989 cambió su nombre por el de «Juan Bernier», en homenaje póstumo al escritor amigo. Con la profesora y pintora Concha Zafra, acudí allí con frecuencia; ambos tuvimos la oportunidad de colgar en su sala nuestros óleos, solos o en compañía de otros artistas ya consagrados, motivo por el que siempre estaremos agradecidos a nuestro anfitrión.

Pepe comenzó su labor artística en Foto Linares, junto a la Puerta de Gallegos. Tras una reconocida trayectoria profesional, fundó hace ya setenta años, junto al hijo del maestro, su primer establecimiento en Gran Capitán (con diseño del arquitecto Rafael de la Hoz Arderius y decoración del artista Jorge de Oteiza). Muy enamorado de su actividad, siempre en compañía de su cámara de fotos, comenzaría a reproducir con ella momentos únicos y cotidianos: desde diversos recovecos de la ciudad de la Mezquita hasta rincones de la sede primada de Toledo. Trabajó primero para el arquitecto Félix Hernández y después con el Dr. Bries Braunn, director del Instituto Arqueológico Alemán, con quien realizó tareas espléndidas sobre Medina Azahara. Así mismo, lo hizo para el Dr. René Taylor, con quien recorrió la provincia y los pueblos de la Subbética; su búsqueda de retablos barrocos se reflejó en ‘El Barroco en Andalucía’; junto al recordado Juan Bernier, contribuyó a engrosar el emblemático Catálogo Artístico y Monumental de la Provincia de Córdoba. No cabe duda de que Pepe Jiménez fue un gran provocador cultural, así como un emprendedor incansable. Ilustró libros de Ricardo Molina y de otros autores del grupo Cántico.

Fundó, junto a los letrados Mir Jordano y Martínez Björkman, el Cine Club del Circulo de la Amistad, invitando a su inauguración al director Carlos Saura. En los sesenta fue corresponsal de TVE y de NODO. En aquella época lo fue todo en el mundo de la fotografía, llegando a realizar innumerables reportajes. Fue fundador del Ateneo, del que sería Fiambrera de Plata; creador, junto con otros, del Premio Zahira de Oro; colaborador en varias revistas nacionales y provinciales, entre ellas ‘Triunfo’ y ‘Omeya’, esta última de la Diputación Provincial. Firmó, en el Diario CÓRDOBA, junto a Juan Bernier, y en su recta final, en las páginas de opinión: una propuesta, esta última, que partiría de quien entonces fuera subdirector del periódico, el presbítero y destacado periodista amigo Antonio Gil. En artículos entrañables supo plasmar su buen hacer. A quienes tuvimos la fortuna de leerlo, su palabra nos llegó hasta las entrañas, y más en aquellos textos en los que le tomaba el pulso a Córdoba. Conocía cuanto acaecía en nuestra ciudad, y nos enseñó algunos de los secretos de urbe tan decadente. Su disfrute con la pluma lo supo transmitir mediante la narración de innumerables hechos y anécdotas. Aún me parece escucharle mientras sentaba cátedra o agitaba alguna de las conversaciones que, casi a diario camino del trabajo, compartí con él en su tienda o en el anexo estival del bar Siroco, junto a otros referentes de la ciudad. Ahora que ya se alumbran los días santos en las iglesias con su perfume característico, no deseo otra cosa que sentir sobre mí el céfiro inundado en luz con olor a azahar, así como la evocación a José Jiménez Poyato, miembro señero de nuestro parnaso local y un llorado amigo a quien nunca olvidaré.

* Catedrático